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Loukas Tsoukalis: ¿Qué Europa queremos?

(Tiempo estimado: 7 - 14 minutos)

Loukas Tsoukalis, Pierre Keller Visiting Professor en la Harvard Kennedy School, preside la Fundación Helénica para Política Europea y Exterior (ELIAMEP). Es además profesor de Integración Europea en la Universidad de Atenas y profesor visitante en el King’s College de Londres y en el Colegio de Europa en Brujas. Su experiencia docente se completa en varias universidades europeas, entre ellas Oxford, London School of Economics y Sciences Po en París. 

Es autor de numerosos informes para la Comisión Europea, así como de los libros The new european economy. The politics and economics of integration, What kind of Europe? e In Defence of Europe. Can the European Project Be Saved?

Recientemente fue invitado por la Fundación Rafael del Pino, donde pronunció la conferencia: “En defensa de Europa. ¿Tiene salvación el proyecto europeo?”. Durante su intervención, trató de aportar luz sobre los fallos del proyecto europeo, aunque, como explicó, “la cuestión, en última instancia, no es si queremos más o menos Europa; la cuestión es qué Europa queremos”. 

EXECUTIVE EXCELLENCE: Romano Prodi nos habla de la actual problemática de la UE. Según Prodi, vivir en paz se ha convertido en una commodity de poco valor. Para algunos, que las tres últimas generaciones europeas hayan convivido en paz –algo históricamente inédito– o que hayamos disfrutado de un progreso económico continuado no son razones suficientes para justificar la permanencia en la UE. Si a esto añadimos que el centro de decisiones se está trasladando a Berlín y que, con la salida de Reino Unido, perdemos la mejor burocracia comunitaria (el british civil service) y el centro financiero más importante de la Unión, podemos afirmar que nuestro futuro corre peligro. ¿Por qué estamos atravesando este período? 

LOUKAS TSOUKALIS: Una de las explicaciones que expongo en el libro que acabo de publicar se refiere, precisamente, al análisis de los errores del proyecto europeo. Un resumen simplificado partiría del impacto de dos gravísimas crisis: la del euro y la de los refugiados. Ambas se originan esencialmente en el exterior de la Unión Europea. La crisis financiera mundial surgió en Estados Unidos, aunque se transformó en una crisis del euro; para entender la de los refugiados, hay que tener en cuenta el colapso de nuestros vecinos, muchos de ellos “perdedores” en el proceso de globalización y con gobiernos corruptos. 

En ambos casos, se dio una combinación de mala preparación; algo muy evidente en la Eurozona, ya que decidimos tener una moneda común sin crear las instituciones que pudieran soportarla ni las condiciones para legitimarla, y también con la mala suerte de que los primeros tests de la nueva moneda coincidieron con la mayor crisis financiera en décadas.

Los europeos estábamos divididos ante estos hechos, cuyo coste ha sido tremendo, no solo en pérdida de producción y productividad sino también en la sangría de puestos de trabajo. Al mismo tiempo, se ha incrementado el endeudamiento de los países y se han generado divergencias económicas que han ahondado todavía más la fragmentación política. En definitiva, la crisis nos ha golpeado sin estar preparados, en un momento muy delicado y con la UE políticamente dividida. 

Teniendo en cuenta este cuadro macro, hay quienes perciben que Europa no puede mantener sus compromisos, que es vulnerable, que está separada… 

E.E.: Y más allá de este resumen simplificado, ¿considera que existen otras causas más profundas?

L.T.: Opino que los problemas vienen de antes y son más profundos. En primer lugar, creo que las instituciones europeas se han sobre extendido en sus responsabilidades, como resultado de una expansión continua, en términos de funciones y de ampliación de miembros, lo cual ha terminado generando un centro débil. Es decir, al tiempo que se practicaba una política de expansión, el centro –el corazón de la Unión Europea– seguía siendo débil. Evidentemente, esta situación provoca promesas incumplidas, cuyo origen se remonta a dos o tres décadas. 

Además, tiene lugar en un contexto mundial de globalización. Ambos procesos –el de la globalización y el de la integración europea– están creando distinciones entre países ganadores y perdedores. Aquellos que se consideran perdedores se revuelven contra lo que consideran las fuerzas del cambio, sin hacer distinciones entre modernidad, globalización e integración europea. Se vuelven esencialmente contra el sistema en general, sin diferencias, y confundiendo las restricciones que impone la UE con aquellas que impone la globalización. A partir de ahí, cada vez más se ha percibido a la Unión como un elemento de división y menos inclusivo; y esto sumado a un crecimiento económico lento. Es la combinación de todos estos factores la que explica por qué la integración europea no es tan popular y deseada como solía. Si no somos capaces de gestionar estos problemas de forma específica, pero también general, no le daremos la vuelta a la situación.

El ejemplo de Reino Unido es un problema “extremo”, porque nunca estuvieron “enamorados” de la Europa unida. En el mejor de los casos, se integró como un matrimonio de conveniencia basado en cálculos. 

E.E.: ¿Pero, cómo ha llegado Reino Unido a la situación actual? 

L.T.: Las causas son variadas. En primer lugar, ha habido una aceleración del proceso de integración para el cual los británicos no estaban preparados. Evidentemente, preparados es intercambiable por “no estar dispuestos” o “tener sus dudas”, pero en cualquier caso opino que fueron sabios no formando parte de la moneda única. El tiempo les ha demostrado que no entrar en el euro fue una operación inteligente, dado cómo ha funcionado y cómo ha sido gestionada.

En los últimos años, el gobierno conservador británico ha sido consciente del creciente aislamiento que Reino Unido tenía dentro de la Unión Europea. Creo que la separación es un desastre para ambas partes, pero la Gran Bretaña tiene razones específicas que explican su postura. 

E.E.: ¿Cómo valora su salida de la Unión?

L.T.: Aunque los líderes de la campaña para salir de la UE aparentemente no han dedicado mucho tiempo a pensar qué harían si ganaban, los británicos han decidido abandonar la Unión. Ahora, algunos muestran señales de “arrepentimiento”, de dudas ante la situación que han ayudado a provocar. 

La mayoría popular a favor del Brexit es un reflejo de esa extraña relación de Reino Unido con Europa que, como le decía, desde el principio fue un matrimonio de conveniencia, no de amor. Pero esta situación muestra algunas características comunes con lo que está ocurriendo en el resto de la UE: el crecimiento del descontento público ante la creciente desigualdad y ante la velocidad de los cambios. 

La integración europea se está identificando cada vez más con la globalización, en un contexto político neoliberal. Perdedores y potenciales perdedores se están volviendo en contra del “sistema”, en contra de Europa. Existen suficientes populistas y demagogos que, ante problemas complejos, ofrecen soluciones simplistas y se aprovechan del descontento público.

El referéndum británico corre el riesgo de abrir la caja de Pandora. No podemos olvidar que mientras no solucionemos la causas fundamentales de esa insatisfacción popular, continuaremos teniendo más “accidentes”.

E.E.: En general, la UE no está destacando por una firme intención de solventar este u otros problemas tan evidentes como la falta de liderazgo en la crisis entre Ucrania y Rusia o la crisis de la inmigración. ¿Por qué? Parece que no quiera tener capacidad de influencia en la solución de asuntos que nos afectan directamente.

L.T.: ¿Por qué tantas dudas e inacción? En primer lugar, creo que hay muy pocas personas, y ciertamente muy pocos miembros de nuestras élites políticas, que se identifiquen como ciudadanos europeos por encima de sus nacionalidades, además de que la mayoría piensan en términos cortoplacistas.

Por eso firmaron un acuerdo de asociación con Ucrania y todos los que compartían fronteras próximas, y exportaron la “pax europea” a esa región. Nunca consiguieron convencer a los rusos de que este juego no era un juego de suma cero. Putin consideró todas estas acciones como un reto a su influencia, y reaccionó en consecuencia. Los europeos no pudieron cumplir ese refrán norteamericano que dice “Put your money where your mouth is”, y se echaron atrás ante las reacciones rusas. 

La UE es muy débil en las sanciones. De hecho, para algunos europeos, Rusia representa un peligro, sobre todo si uno vive en el Báltico o en Polonia; en cambio, si uno es italiano, francés, alemán o español, Rusia representa un potencial socio estratégico. Reconciliar visiones diferentes y agruparlas es muy complicado. No existe una estrategia europea única para relacionarse con Rusia ni hay un mínimo común denominador aplicable. Potencialmente, Europa podría ser un actor principal, pero habitualmente no lo es. Una pena.

E.E.: La complicación de los procesos electorales democráticos –que en las últimas décadas están registrando una frecuencia elevada, superior a los cuatro años– ha generado un cortoplacismo pernicioso. Vivimos en un entorno incapaz de plantear soluciones a medio–largo plazo ante problemas complejos. Solo la aproximación coordinada de todos los miembros para enfrentar esas amenazas compartidas podría poner en marcha una política común. ¿Comprenderá la población la importancia de trabajar a largo plazo? ¿Será consciente de que las salidas cortoplacistas vendidas por los nacientes populismos son impracticables? ¿Veremos una UE donde las “actitudes polacas” serán cada vez más frecuentes?

L.T.: El problema del corto y largo plazo ya existía en el pasado, aunque también es cierto que se está agudizando. Nuestros sistemas políticos son cada vez más rehenes de esta situación de cortoplacismo político, pero creo que hay algo más que no queremos reconocer: hoy la gente denuncia cualquier cosa que no le gusta. El populismo que pretende aplicar soluciones simples, sencillas, a problemas extremadamente complejos existe cada vez más. Repito, soluciones sencillas y simples; es decir, un oxímoron.

Ahora bien, los problemas están ahí, son reales. Por eso, en vez de denunciar al populismo, hay que tratar de entender sus causas y comprender por qué una parte importante de nuestra población está descontenta, para intentar gestionar esa infelicidad. Creo que las personas se encuentran tristes como consecuencia de los grandes fracasos políticos que han vivido, fracasos sucesivos que han conducido a un descrédito gradual de la élite política. Para ilustrarlo con un ejemplo, pensemos en el señor Trump, que es además un populista desagradable.

E.E.: Pero si lo comparamos con los políticos europeos, no es más populista que la mayoría de ellos…

L.T.: Cierto, pero en el caso de Trump además de populista es un matón de barrio. Utiliza un lenguaje muy agresivo, tanto que ni siquiera políticos como Marine Le Pen lo usan. Habitualmente, su lenguaje no considera lo que es políticamente correcto. La cuestión es por qué tantos americanos le siguen y apoyan. 

Para poder entender el origen de este respaldo, es necesario analizar algunas estadísticas. Hay que darse cuenta de que, por ejemplo, un amplio porcentaje de la población americana no ha vivido, y menos aún percibido, una mejora en su calidad de vida en los últimos 30 años; hay que darse cuenta de que las desigualdades en los Estados Unidos de Norteamérica han crecido tremendamente y de forma continuada desde 1946. La aceleración de las diferencias entre ricos y pobres desde los años 70 ha sido imparable, y esa tendencia dura ya demasiado. Si un 30% o un 40% de la población no ha participado de las mejoras en la calidad de vida en las últimas tres o cuatro décadas, quizá entendamos por qué siguen a Donald Trump. Si estas poblaciones pierden sus trabajos, ven cómo sus estándares de vida empeoran progresivamente y sufren reducciones en las posibilidades de movilidad, ¿nos sorprende la aparición de populismos? ¿Qué otras alternativas tienen para solucionar sus problemas? Trump les ofrece alternativas de “su variedad”, de la misma manera que los euroescépticos de Reino Unido han ofrecido soluciones de otra variedad; esto es, expulsar a los extranjeros, a los burócratas de Bruselas y tomar el control de su futuro, por supuesto sin “fontaneros polacos”…

Si analizamos las encuestas actuales, la mayoría de quienes se cobijan a la sombra de los populismos son personas que se sienten perdedoras. En lugar de denunciar a los populistas, tenemos que ofrecer soluciones para gestionar las desigualdades y reducir la angustia que manifiesta una amplia parte de nuestra población; de lo contrario, veremos cómo los gobiernos populistas toman el timón. 

E.E.: Los electores solicitan a los gobernantes que resuelvan amenazas que conocen gracias a los medios de comunicación, pero cuyo origen es externo. Por ejemplo, para un país europeo, cambiar situaciones como la de Siria quizá esté fuera de sus competencias y posibilidades reales. Sin embargo, desde los populismos, se exigen soluciones y se fomenta un círculo vicioso que genera insatisfacción. ¿Cómo romper este círculo?

L.T.: En primer lugar, tenemos los hechos. Por otra parte, podríamos decir que algunos medios de comunicación pueden intentar aprovecharse de los mismos y magnificarlos, e incluso podemos argumentar que ciertos problemas tienen muy difícil solución. En cualquier caso, si no comenzamos a gestionar los hechos, no avanzaremos en ninguna dirección. 

El apoyo de los ciudadanos al proyecto europeo se encuentra en su nivel histórico más bajo, y así seguirá si no actuamos. La solución pasa por tomar decisiones difíciles y preguntarnos cuánta soberanía se comparte y para qué. Incluso, hay que considerar establecer algunas restricciones a la libre movilidad de trabajadores.

Hasta ahora, Reino Unido es el mayor receptor de “inmigrantes” de la UE, aunque Alemania es quien recibe el mayor volumen bruto de inmigración. Una importante parte de trabajadores del Sur y del Este de Europa se dirigen a Reino Unido para trabajar. La inmigración es buena para este país, pero el hecho de que estén continuamente recibiendo personas cualificadas –como médicos o enfermeros–, aun siendo positivo, parece haber sido interpretado como menores oportunidades para los jóvenes británicos en el sector sanitario. Es evidente que tienen necesidades y que existe una demanda, como también lo es que están consiguiendo esos médicos a unos precios muy inferiores a los de los doctores británicos, pero hay que ser capaz de poner topes, techos. No marcar esos límites, lleva a situaciones explosivas.

Los populistas se aprovechan del descontrol y las personas reaccionan ante la falta de orden. Si uno vive en una pequeña ciudad británica que en los últimos años ha visto cómo el 20% de su población se ha vuelto extracomunitaria, el sentimiento de rechazo tiene en ese entorno un terreno abonado. 

Es evidente que quienes carecen de solvencia económica, son más vulnerables y abiertos a las propuestas populistas. Por eso tiene que existir un equilibrio entre los beneficios que aporta la inmigración y la tolerancia social. Si continuamos con la cantinela de que la inmigración es buena para todos, dejando las puertas abiertas para que entre quien quiera, tendremos más revueltas. 

El sofisticado argumento de las bondades de la diversificación no llega de manera positiva a todo el mundo, sino que hay personas a quienes les afecta negativamente. Yo no resido en una pequeña ciudad rural donde el 30% de la población son inmigrantes polacos, ni me siento amenazado por ellos. No podemos obviar que la percepción de los efectos de la inmigración varía drásticamente según las personas. 

E.E.: La UE representa el 7% de la población mundial, el 25% de la riqueza y el 50% del gasto social…, cifras que la canciller Angela Merkel nos recuerda con frecuencia. Con estas condiciones, ¿qué podemos esperar en un contexto de globalización? ¿Podremos mantener este estatus privilegiado? 

L.T.: Es cierto que estos niveles de protección social quizás no puedan mantenerse en el futuro, pero puede haber un intercambio razonable entre competitividad e igualdad en nuestros países. Es algo muy difícil, pero las sociedades europeas han operado durante décadas desde la base de un contrato social garantizado, que nos permitía progresar y prosperar. La desigualdad creciente en las sociedades representa un escenario totalmente diferente. 

Es cierto que Europa está cambiando, pero no estoy para nada convencido de que nos estemos pareciendo cada vez más a EE.UU. en términos de desigualdad. Allí, por cierto, no solo hablan del incremento de las desigualdades, sino de la muerte del sueño americano, de la complejidad cada vez mayor para desplazarse laboralmente, sobre todo porque su modelo es una auto perpetuación de las diferencias. Los norteamericanos pobres tienen pocas posibilidades de conseguir una educación, lo cual les condena a la inmovilidad social. Si Europa se convierte en una versión fallida del modelo americano, no quiero ni imaginarme cómo será nuestra sociedad. Ahora bien, de una cosa sí que estoy seguro: tendremos multitud de populistas.


Entrevista publicada en Executive Excellence nº131 jun/jul 2016

 Fotos de Daniel Santamaría.


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