Benjamin Friedman: Creciendo el bienestar, crece la democracia
TRABAJO / MERCADOS
Benjamin Friedman es bachelor, master y PhD por Harvard y junior Fellow de la Society of Fellows. Es master en Economía y Política en Cambridge (donde estudió como Marshall scholar). Forma parte del claustro de profesores de Harvard desde el año 1972. Con anterioridad, trabajó en Morgan Stanley NY y en la Board of Governors de la Reserva Federal de Nueva York y Boston.
Es Catedrático William Joseph Maier de Economía Política de la Universidad de Harvard. Chairman del Departamento de Economía de Harvard. Miembro del board de la enciclopedia británica, director del Private Export Founding Corporation y trustee de Pioneer Funds. Ha sido director del Consejo Nacional de Educación Económica de EE.UU. Premiado con el John Commons Award en reconocimiento de su aportación al campo de la economía y Medalla del Senado italiano.
Ha sido también director de Mercados Financieros e Investigación en Economía Monetaria del National Bureau of Economic Research y miembro de la National Foundation for Science, así como asesor de la Oficina Presupuestaria Nacional de EE.UU. y la Reserva Federal de Nueva York. Fue director de la Sociedad de Amigos de la Universidad de Cambridge. Su último libro, Las consecuencias morales del crecimiento económico, fue publicado en 2005, pero tiene múltiples publicaciones y once libros más, todos relacionados con la economía financiera y política económica.
A continuación, les ofrecemos un resumen de la conferencia pronunciada por Benjamin Friedman en la Fundación Rafael del Pino el pasado 20 de febrero de 2012:
“Consecuencias socio-políticas de una economía estancada. El dilema del crecimiento económico”
Nos enfrentamos hoy a una crisis de deuda que nadie supo anticipar en su intensidad, y por la que se ha debatido incluso la supervivencia de la UE. Esta crisis (de deuda soberana) ha estimulado la imposición de programas de austeridad en los países afectados, algunos de los cuales entrarán ahora en un período de recesión. En los Estados Unidos, aun estando más avanzados en la resolución de los problemas ocasionados por la crisis, nos enfrentamos a una serie de dificultades, como el lento proceso de recuperación del mundo de los negocios.
Además, si observamos el mundo económicamente desarrollado, comprobamos que están pasando más cosas que las exclusivamente relativas al entorno económico. En mi país, por ejemplo, cualquiera se daría cuenta del tono intensamente antagonista, incluso desagradable, del debate político. No hay que profundizar mucho para verificar el racismo o los prejuicios religiosos que aparecen en la actual campaña política. Más aún, si nos retrotraemos al pasado verano, recordaremos el embarazoso proceso de discusiones presupuestarias.
También en Europa se observan claramente situaciones que van más allá de lo habitual, como la legislación en Dinamarca restringiendo el acuerdo de Schengen, el voto holandés en contra de las prácticas de sacrificios Halal y kosher en carnicerías, la prohibición del uso del burka en los espacios públicos de Francia o de la erección de minaretes en Suiza. Me gustaría sugerir que estos hechos, que se extienden a través del mundo industrializado, no son un accidente. No es una coincidencia que, en un país tras otro de los denominados países de altos ingresos, ocurran cosas en los entornos políticos y sociales que no estamos habituados a ver. Por ello, es útil detenerse a pensar de una forma más específica respecto de los ingresos y los estándares de vida de la mayoría de las poblaciones, sobre todo allá donde los ingresos al Estado se han estancado durante mucho tiempo. En los EE.UU., por ejemplo, la mayoría de los miembros de nuestra población disfrutó de un rápido incremento de sus ingresos en las décadas previas al año 2000, pero desde entonces el progreso se detuvo. Incluso durante los años precedentes a la crisis, el incremento de ingresos de la familia americana posicionada en la mediana (aquella que se sitúa justo en la mitad de la distribución americana) fue inferior al 0,5% entre el 2000 y el 2007. En la crisis subsiguiente, el ingreso de estas familias –en la mediana de los ingresos– cayó (una vez ajustada a la inflación) un 6% y, como resultado, ahora tienen ingresos comparables al año 1997. ¡Los americanos llevan más de década y media sin ninguna mejora en sus estándares de vida!
En Italia, y siempre hablando de una familia posicionada en la mediana, en la mitad de esta década los ingresos crecieron un 6% para luego, en este proceso de crisis, caer un 7%. Como resultado, la familia italiana tiene unos ingresos equivalentes a los de 1991; es decir, los italianos llevan dos décadas sin ninguna mejora en sus estándares de vida.
En los Países Bajos, la historia es algo diferente, pero se observa el mismo fenómeno que ocurre en el norte de Europa. Durante los años 90, los ingresos de la mediana en Holanda solo crecieron un 3%. A principios de esta década, también hubo un moderado incremento de ingresos seguido por media década de ligera caída, que se ha ido acentuando con la crisis. La peor situación de todas es la de Japón, ya estancado antes de esta crisis, que ahora ha vuelto a la situación de 1983; los japoneses llevan tres décadas sin ninguna mejora en sus estándares de vida.
¿Por qué es esto tan importante? ¿Cuál es la conexión entre el estancamiento de los ingresos y los problemas socio-políticos cuyas manifestaciones mencionábamos antes?
El patrón histórico refleja que el incremento de los estándares de vida en la mayoría de la población es una condición previa para que esta avance en una variedad de dimensiones no económicas de su existencia, y que habitualmente pensamos que tienen más valor, como la existencia de oportunidades, especialmente para la gente joven. La prueba del algodón para muchas sociedades es que todos los jóvenes (no solo los hijos y sobrinos de quienes ya ocupan las posiciones más elevadas de la pirámide social) tengan oportunidades para prosperar, pues el patrón histórico refleja que, cuando las personas tienen la sensación de avanzar en su propia situación material y en sus estándares de vida, esas oportunidades aparecen de una forma más amplia.
La segunda consideración a tener en cuenta es la tolerancia en sus diferentes dimensiones: racial, étnica, religiosa, etc. Aquí el patrón que encontramos es similar. Cuando la mayoría de la población tiene la sensación de que avanza en los estándares de vida materiales, exhibe la capacidad de obviar estas divisiones étnicas y religiosas. A la inversa, cuando decrecen los estándares, estas divisiones resultan más aparentes que antes.
El factor de la equidad, incluso en el sentido de generosidad hacia aquellos que se quedan atrás, tiene similares registros en buena parte de la sociedad occidental. Cuando la mayoría de la población avanza en sus estándares materiales de vida, las personas están dispuestas a demostrar expresiones de generosidad y equidad hacia quienes se encuentran en desventaja.
Por último, pero no menos importante, hemos de tener en cuenta la robustez de las instituciones que constituyen la democracia en sí misma. En democracias como España o los Estados Unidos –y somos afortunados por vivir en democracias funcionales–, ante estándares de vida crecientes se genera una atmósfera en la cual los países preservan, protegen y fortalecen esas libertades democráticas que ya existen; en otros países del mundo (como los de Europa del Este), podemos ver de una manera mucho más específica la experiencia de la creación de nuevas instituciones democráticas en un clima donde los estándares de vida avanzan.
Desgraciadamente, lo opuesto es también cierto; y no solo en los Estados Unidos o en Europa, sino en casi todas partes. El patrón indica que, cuando las personas pierden la sensación de avanzar en su nivel de vida y no tienen ninguna confianza en que el progreso y su bienestar material mejore a corto plazo, la sociedad entra en un proceso de rigidez y atrincheramiento; incluso se retrocede respecto de progresos previamente logrados. Para ilustrar esto quisiera referirme a mi propio país, que ha sido desde sus orígenes un país muy abierto a la inmigración, de la cual deriva gran parte de su dinamismo.
Históricamente, el patrón de actitudes hacia la inmigración ha sido cambiante. En 1850 existió una ola de violencia anti-inmigración, que desapareció tras la Guerra Civil. Entre los años 1880 y 90, se vivió un período muy poco atractivo respecto de la inmigración, aunque sin volver a una posición violenta.
Desde mediados de 1890 y hasta comienzos de la Primera Guerra Mundial, se experimentó un período de bienvenida. Utilizando la expresión de la época, se puso en práctica la americanización de los inmigrantes. Grandes contingentes de inmigrantes (España, Grecia Polonia, Irlanda, Italia…) vinieron a los Estados Unidos. Ese fue el período de máxima inmigración a nuestro país. Para americanizarlos, tenía que existir algún mecanismo. Como resultado, nació la educación pública gratuita, que se extendió al nivel de secundaria (la educación primaria gratuita ya existía desde principios del siglo XIX).
En 1920, esta actitud de bienvenida cambió, volviéndose no solo más restrictiva sino también discriminatoria, con una legislación que delimitaba qué población de la inmigración europea podía ser aceptada: una legislación generosa para Inglaterra y la mitad norte de Alemania, restrictiva para el sur de Alemania, Italia o España, y que prácticamente cerraba las posibilidades para quienes venían de los Balcanes y los Países del Este. Estas restricciones, de base religiosa, favorecieron a los protestantes y penalizaron a los católicos.
Cuatro décadas más tarde, en 1960, las restricciones se sustituyeron por un sistema basado en la unificación familiar, consideraciones de asilo, etc. para, entre 1980 y 90, dar pasos atrás. En California se votó la infame proposición 187 por la que se negaba a los inmigrantes latinos ciertos beneficios sociales generalizados y públicos, ocurriendo algo similar en Nueva York, Texas o Florida.
Posteriormente, en los 90, las cosas cambiaron de nuevo (hasta el punto que el candidato republicano Pat Buchanan, quien decidió presentarse a las primarias republicanas bajo la plataforma anti-inmigración, tuvo que renunciar y presentarse por otro partido). Hoy, en el año 2012, vuelven a aparecer coletazos anti-inmigración.
Sería poco razonable por mi parte pretender convencerles de que cada cambio experimentado en este último siglo y medio frente a la inmigración ha sido provocado por las subidas o bajadas de la prosperidad económica. Ahora bien, sería aún menos razonable pensar que la economía no ha tenido nada que ver, pues esto se repite continuamente, y no solo en los Estados Unidos sino también en los Países del Este de Europa o en Japón.
Ya hablemos de la inmigración o la generosidad hacia los pobres, de disputas religiosas o fracturas étnicas, o incluso de las bases de la democracia en sí misma, uno no puede negar la evidencia: hay una relación directa entre crecimiento y estancamiento de los ingresos de la población y su actitud frente a estos temas. Si no conseguimos dar la vuelta al estancamiento actual en muchos países, tendremos como resultado ese tipo de “patologías”, por llamarlo de alguna manera, que se han manifestado a través de la Historia por el mismo motivo. Hoy existen movimientos anti-inmigración contra países de Europa del Este, contemplamos la erosión del civismo en los discursos públicos –no solo en los Estados Unidos– y las fracturas religiosas de muchos países, al tiempo que observamos la desaparición de la generosidad en el apoyo público a los desfavorecidos (como en el apoyo a la educación y formación para familias con bajos ingresos y sus hijos, etc).
El crecimiento económico como sustento de los valores
Siendo explícito, esta relación directa entre el crecimiento económico y el carácter socio-político –y argumentaría que también el carácter moral– de la sociedad, es un descubrimiento que corre parejo a muchas de las actuales discusiones sobre el crecimiento económico, tanto en mi país como en muchos países del norte europeo.
En el último cuarto de siglo ha dominado la tendencia convencional de enfrentar el crecimiento económico a los valores morales de la sociedad, en parte comprensible por la creciente percepción de algunos efectos negativos colaterales que el crecimiento económico ha tenido en nuestros tiempos. Somos especialmente sensibles a la degradación medioambiental, que muchas veces acompaña al crecimiento económico; a algunas malas consecuencias colaterales de la industrialización o de la globalización… Sin embargo, el crecimiento económico, considerado como una amplia distribución del incremento en los estándares de vida de las personas y sostenido en el tiempo, promueve valores morales tales como tolerancia, generosidad y democracia. De hecho, resulta ser uno de los principales sostenedores de esos valores que, ya desde la época de la Ilustración, la mayor parte de la sociedad occidental consideraba como positivos y beneficiosos, no solo política y socialmente sino también moralmente.
Muchas veces, las personas piensan que si valoran solo la dimensión material de la vida entonces, como consecuencia deberían estar a favor del crecimiento económico y apoyar políticas que lleven hacia este. Por el contrario, también piensan que si valoran las preocupaciones morales, y las enfatizan por encima de otras, entonces deberían oponerse al crecimiento económico y no apoyar políticas que lo promovieran. La experiencia de mi trabajo demuestra que esta oposición es sencillamente incorrecta.
Uno tiene el derecho a preguntarse por qué esto debería ser así. Entre economistas no nos gusta afirmar propuestas sin que estas tengan algún tipo de representación conductual y una comprensión de lo que subyace tras ellas. La relación entre crecimiento económico y lo que denomino carácter moral de la sociedad no es un caso diferente. Por eso, este caso de historia económica, o de conducta tras esta historia, tiene tres partes.
La definición del estándar de vida
Tenemos un gran número de evidencias que sugieren que las personas, ante la pregunta ¿qué piensas de tu estándar de vida?, no responden considerando sus estándares de vida de una forma abstracta, sino que la mayoría los considera en relación a algo. Deberíamos preguntarnos entonces: ¿cuál es la referencia que las personas utilizan para juzgar si sus estándares de vida en ese momento son altos/bajos o satisfactorios?
Las evidencias nos sugieren que existen dos referencias para esta comparación. En primer lugar, su estándar de vida es aquel que su familia ha conocido en el pasado y, en segundo lugar, la referencia de su entorno más cercano, de la gente que vive a su alrededor. Las personas obtienen satisfacción sabiendo que tienen una mejor situación que la de su familia en el pasado, provocándoles insatisfacción lo inverso. De forma similar, las personas obtienen satisfacción al darse cuenta de que sus estándares de vida son superiores al de sus vecinos, compañeros de trabajo, etc., sintiéndose insatisfechos cuando la situación es inversa.
A partir de aquí, uno debe preguntarse si estas dos fuentes de satisfacción derivadas de sus estándares materiales de vida son complementarias entre sí. ¿Si las cosas van bien en relación a una referencia se incrementa la importancia que se da a la otra? ¿O son sustitutivas?
La evidencia encontrada nos sugiere que ambas referencias de satisfacción son, de hecho, sustitutivas entre sí. Cuanto mayor sea la sensación de vivir mejor que su familia en el pasado, menor será la importancia que darán a vivir mejor que otras personas de su entorno. De la misma forma, cuanto mayor sea la sensación de vivir mejor que su entorno, menor será la importancia que darán a la familia como referencia del pasado.
Obviamente, es imposible que todos tengan la sensación de vivir mejor que los demás; una contradicción lógica. Lo que no es una contradicción lógica es que todos tengan una sensación de vivir mejor que su familia en el pasado o mejor que la gente que les rodea. De hecho, eso es precisamente a lo que se refiere el crecimiento económico, que intenta que la población sea capaz de vivir mejor que sus familias en el pasado y, como resultado, reduce la urgencia asociada a vivir mejor que otras personas. De ahí se deriva la tendencia a proveer de oportunidades, generosidad y tolerancia.
Por ello, el objetivo esencial en los países debería ser restaurar a nuestras economías hacia una trayectoria no solo de crecimiento agregado del PIB, sino más bien de provisión de crecimientos sostenidos en los estándares de vida para la amplia mayoría de la población. Una diferencia que, en la práctica, tiene gran importancia.
Mencioné antes que, durante la pasada década y hasta la llegada de la crisis financiera, el americano situado en la mediana de los ingresos no había experimentado prácticamente ningún crecimiento en ellos (y no porque el PIB no hubiese crecido). La media del crecimiento del PIB entre 2000 y 2007 fue del 2,5% anual sostenido. Esto, no siendo espectacular, es un rendimiento muy respetable para una economía post-industrial madura. Si ese 2,5% se hubiera trasladado a un incremento paralelo para la población en su totalidad, después de sustraer el porcentaje anual del incremento de dicha población, habría habido de un 10% a un 15% de incremento de los ingresos para la población; en cambio, fue prácticamente cero. La razón es que los beneficios de este incremento de producción se acumularon casi totalmente en una pequeña parte de la población, que ya estaba cerca o en el vértice de la pirámide de la distribución de ingresos. Como resultado, la mayoría de los americanos no experimentó ningún incremento de sus ingresos y estándares de vida, a pesar del respetable crecimiento del PIB.
¿Qué tipo de políticas podemos seguir para permitir a nuestras economías volver a posiciones de crecimiento a largo plazo?
Me gustaría resaltar cuatro categorías que deberían ser comunes para muchos países europeos y para los Estados Unidos.
En primer lugar, mejorar la calidad (en el sentido de productividad) de los trabajadores, un tema esencialmente de educación y entrenamiento. La mayoría de los gobiernos europeos es responsable de la educación y la formación, aunque no en EE.UU. (la educación a partir de los estudios de secundaria es básicamente responsabilidad de 14.000 distritos escolares y las universidades tampoco son un tema de política nacional). Necesitamos un nuevo enfoque de la educación que permita hacer productivas nuestras fuerzas de trabajo en la economía internacional. El argumento esencial es que si tu educación no es mejor que la de un ciudadano chino –y si no se trabaja con más capital que ellos y, además, nuestros gestores no son mejores que los chinos– no existe razón alguna por la cual deberíamos recibir más salario que un chino. Tenemos que encontrar formas que permitan a nuestros trabajadores tener mejores salarios, y además mejorarlos en el tiempo. Todo esto nace de la educación y formación en la productividad.
En segundo lugar, la productividad no depende únicamente de la calidad de la fuerza de trabajo, sino de la formación de capital privado. En la gran mayoría de los países, las políticas son desfavorables u obstructivas a la formación del capital privado; especialmente en mi país, donde el porcentaje de ahorro ha sido históricamente bajo (y continúa siéndolo) y donde el alto nivel con que el Gobierno absorbe el ahorro hace que este no esté disponible para la formación de capital privado. Como resultado, las empresas que estuvieran inclinadas a esta formación –para dar a los trabajadores las herramientas que les permitiesen ser más productivos– deben o reducir sus inversiones en nuevas plantas, factorías y equipos, o buscar financiación extranjera para sostener las inversiones. En ambos casos se produce una erosión de los estándares de vida.
En tercer lugar, lo que importa no es solo la cantidad de capital privado sino cómo se asigna el mismo. Desde la perspectiva económica, una asignación ineficiente es igual que no hacer inversión. A la estela de la crisis financiera, han aparecido serias dudas sobre si nuestro sistema financiero está realizando el trabajo que deseamos respecto de la distribución eficiente del capital. Planteo la situación de esta manera dado que, en un entorno capitalista libre, la característica esencial del sistema privado financiero es la asignación del capital adecuadamente. Tenemos un sistema de public utilities que funciona bien, y al cual podríamos dirigirnos para muchas cosas: provisión de depósitos, mecanismos de pago, vehículos para ahorro, pensiones, seguros… Todos ellos podrían ser hechos bajo el modelo de utilidad pública, excepto una función esencial del sistema financiero para la que no tenemos ninguna alternativa: la asignación de la formación de capital nacional. Cuando vemos el fracaso del sistema financiero a la hora de colocar correcta y eficientemente el capital nacional –y acabamos de verlo–, llega el momento de preguntarse cómo está funcionando el sistema. El ejemplo más obvio es la reciente experiencia en la colocación del capital en la construcción de viviendas, muchas de las cuales permanecen vacías. Estas casas no se construyeron gratis y esos recursos se podrían haber desplegado en otros entornos; pero, como consecuencia del mecanismo de asignación de capitales de nuestro sistema financiero, se dirigieron hacia la construcción de casas que ahora nadie quiere, igual que en la burbuja .com de los años 90 se tendieron millones de kilómetros de fibra óptica que nunca se usaron. ¿Y por qué? Porque los mercados financieros asignaron dinero para este propósito a telecos. Hay que pensar con cuidado cómo asignamos capitales, especialmente en un clima donde los déficit de los gobiernos absorben tanto ahorro.
Finalmente, en cuarto lugar, apuntaría hacia la importancia que tiene la investigación. Este es un tema complejo, ya que la investigación es realizada en parte por la industria privada, en parte por el gobierno y en parte por las universidades. El dinamismo de la economía se basa no solo en la creación de demanda de productos, sino también en la capacidad de producirlos de manera más efectiva y económica. Por ejemplo, conseguir que miles de pequeñas tareas, como puede ser hacer las reservas de avión por Internet, se hagan más eficientemente. Todo esto depende de la investigación que, en ciertos casos, es provista por el Gobierno, como cuando el Pentágono desarrolló el transistor hace tiempo, y más recientemente Internet.
En estos momentos donde virtualmente los países desarrollados se enfrentan a temas esenciales de transición, que muchas veces van en contra de los objetivos de crecimiento a largo plazo (por ejemplo, el déficit del presupuesto de EE.UU. es hoy del 9% respecto del PIB, algo insostenible), unido al envejecimiento de la población, debemos pensar con mucho cuidado el nivel al que estamos dispuestos a apoyar a los retirados, su asistencia sanitaria, y los necesarios impuestos para ello.
En Europa hay problemas de endeudamiento excesivo, los jóvenes se han de incorporar a la fuerza laboral en momentos de elevado paro juvenil y se ven retrasados a la hora de generar vínculos laborales y encontrar trabajos permanentes, así como de recibir la formación que les permitiría ser productivos en el tiempo. Cuando ese retraso supere los cinco años, nunca se pondrán al día ni se incorporarán a la trayectoria de poder adquisitivo que habrían obtenido si hubiesen ido directamente a puestos de trabajo útiles y productivos.
El objetivo no es un incremento del PIB, condición necesaria pero no suficiente. El objetivo es poner a nuestras economías en las trayectorias que tenían hace pocos años, para que se provea a la mayoría de la población de estándares de vida crecientes. Ninguna sociedad es lo suficientemente rica como para que sus valores democráticos no estén en riesgo cuando la mayoría de la población pierda el sentido de avanzar y progresar en sus estándares de vida materiales, perdiendo la confianza y el optimismo de que ese progreso pueda ser recuperado en breve. El crecimiento, no solo en el sentido de mayor producción sino de aumento de los estándares de vida en el tiempo, va a ser el reto económico entre los países desarrollados, durante los próximos años y para la siguiente generación.
Publicado en Executive Excellence nº90 mar12