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Corrupción vs. legitimidad política

27 de Febrero de 2014//
(Tiempo estimado: 9 - 18 minutos)

Bo Rothstein, Catedrático August Röhss in Political Science en la Universidad de Gothenburg, donde es responsable del Quality of Government Institute, visitó recientemente España para pronunciar la conferencia magistral: “Quality of Government: What it is; What you get; How to get it”.

Un encuentro organizado por la Fundación Rafael del Pino y la Fundación Transparencia y Sociedad, una organización independiente y sin ánimo de lucro, para la que la correlación entre transparencia y prosperidad es clara.

La Fundación Transparencia y Sociedad persigue impulsar una cultura de transparencia pública en España, que contribuya a la incorporación del país a la corriente universal de una gestión pública abierta, participativa y colaborativa. Para ello, trabaja en la identificación y difusión de las mejores prácticas y tendencias, en la educación en transparencia y en la sensibilización de los ciudadanos. Como muestra de ese compromiso por informar, educar e impulsar una cultura de transparencia pública, la Fundación co-organizó la visita a España de uno de los mayores expertos en la materia.

El professor Rothstein es también coordinador científico de la ANTICORRP (Anti-Corruption Policies Revisited), un proyecto de investigación que comenzó en el año 2012 y que consta de 21 grupos de investigación en 16 países de la UE.

Doctorado por la Lund University en 1986, fue profesor asociado de la Uppsala University hasta 1995, además de visitante en la Russell Sage Foundation, Collegium Budapest Institute for Advanced Study, Harvard University, University of Washington-Seattle, Cornell University, Stellenbosch Institute for Advanced Study, Australian National University y la Stanford University, así como profesor adjunto en la University of Bergen y la Universidad de Aalborg.

En 2012, Bo Rothstein fue elegido miembro de la Real Academia Sueca de Ciencias.

FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Sr. Rothstein, sus estudios han sacado a la luz la gran correlación que hay entre la calidad de las funciones gubernamentales y el bienestar de las personas. De hecho, la primera causa del sufrimiento humano no es la falta de recursos, sino la percepción de vivir bajo un gobierno con instituciones corruptas o semi-corruptas. ¿Cómo se puede romper esta situación? ¿Podría precisarnos algunos elementos claves para atacarla?

BO ROTHSTEIN: Creo que si pudiera responder a esta pregunta conseguiría el Premio Nobel. Lo cierto es que sabemos cómo funciona la corrupción y, hasta un determinado nivel, también sabemos cómo actúan las sociedades con poco o ningún nivel de corrupción. Sin embargo, carecemos de estudios sobre cómo producir cambios al respecto. 

En primer lugar, pensamos que el problema de la corrupción y la baja calidad de gobierno ha sido mal definido, pues se ha explicado como el abuso del poder público para la ganancia privada. Nosotros discrepamos de esta definición, ya que no describe qué es el abuso; y no se puede luchar contra algo si no se sabe lo que es. Además, el concepto de abuso es relativo, lo cual hace que la corrupción pueda ser completamente diferente en Dinamarca o en El Congo. Por eso, combatirla es muy difícil.

Hemos intentado aportar definiciones más precisas acerca de lo que debería ser la calidad de gobierno, siendo esta una discusión complicada y larga. Hemos tratado de definir cuál sería la norma abusada cuando decimos que se dan casos de corrupción y similares. Fruto de este debate, hemos presentado lo que denominamos la “Norma de la imparcialidad en la ejecución de las políticas”, es decir, cuando los que gobiernan van a implementar o aplicar leyes y políticas públicas, no deberían pensar en el ciudadano o en el caso en consideración que no haya sido previamente estipulado en la ley o en la política. 

Existen dos ventajas en esta definición: en primer lugar, conocer claramente aquello que es abusado, de manera que se sepa lo que se va a combatir; y, en segundo lugar, que este abuso no sea relativo, sino común en todo el mundo, como pueden ser los Derechos Humanos. Las definiciones relativistas en temas centrales como corrupción, democracia o igualdad de género son perniciosas. Si hablamos de democracia, en China podrán argumentar que también tienen, aunque sea algo diferente de otras; o en Arabia Saudí también podrían decir que existe igualdad de género, aunque de otro estilo.

Para nosotros ha sido esencial intentar definir lo que es la corrupción. Para ello, hemos trabajado con antropólogos, hecho ingentes encuestas a miles de personas en decenas de países europeos, así como utilizado las encuestas del World Values Survey o del Afrobarometer. El resultado es que, en todo el mundo, hay un entendimiento común sobre lo que es la corrupción, y que, si bien no idéntico, sí es muy próximo a este concepto de imparcialidad. Quienes viven en entornos de alta corrupción no la internalizan normativamente como algo que está bien. Las personas en países de alta corrupción, como África o India, tienen posiciones morales muy claras contra la corrupción, aunque participan en ella, pues perciben estar inmersos en una situación donde no tienen alternativas. Al final, no tiene sentido ser el único que no paga al médico bajo la mesa para que vacunen a sus hijos; al igual que, probablemente, sea muy peligroso ser el único policía honesto de la Policía mexicana. Eso sí, no interiorizan la corrupción como algo que esté bien.

La corrupción ha sido mal especificada a nivel teórico en trabajos académicos. La teoría dominante en la investigación sobre la misma se basa en una teoría económica denominada el “problema del agente-principal” que, esencialmente, define la corrupción como un problema de principales honestos y agentes deshonestos. La clave para luchar contra la corrupción se centra, según esta teoría, en que los principales honestos han de cambiar los incentivos de manera que sea cada vez menos interesante practicar la corrupción por parte de los agentes deshonestos. Dicho de otro modo, consideran que las cosas mejorarán cuando el miedo a que te atrapen sea superior a la avaricia. Esta ha sido la teoría dominante. Sin embargo, creo que no es buena, fundamentalmente por dos razones: si la corrupción fuese un problema de incentivos, se habría solucionado hace tiempo; además, si hay algo que sabemos hacer en esta sociedad, es cambiar los incentivos de forma adecuada. El segundo motivo es que esta teoría se construye sobre una figura fantasma: el principal honesto. En un entorno sistemáticamente corrupto, ¿cuál sería el principal honesto? No pueden ser las personas, porque no pueden unificar; tienen lo que llamamos un problema de acción colectiva. Podrían, en teoría, ser los líderes del Estado (hay escasos ejemplos, como algún líder de Singapur o Botswana). Lo habitual es que los agentes posicionados en lo más alto de un sistema corrupto sean quienes consigan mayores réditos, por lo cual no tienen incentivo alguno para cambiar. Esto ha desorientado las políticas anticorrupción, que han apuntado en la dirección equivocada al pensar que ajustando los incentivos de forma incremental combatirían la corrupción. 

Aunque, en los últimos 15 años, hemos visto crecer la atención hacia este tema por parte de organizaciones nacionales e internacionales, los resultados reales –y medibles– demuestran que se ha reducido, prácticamente, solo a nivel de la calle. Por lo tanto, la corrupción no ha disminuido.

La otra teoría, que podemos llamar la “teoría ética de la corrupción”, igualmente potente, define el problema como normativo. Las personas han de ser educadas para que comprendan que la corrupción es mala. Esto nos compromete, pues las personas en entornos corruptos saben perfectamente que la corrupción es mala. Hemos redefinido el asunto en relación a lo que las ciencias sociales llaman un problema colectivo de acción. Básicamente, todos los agentes entienden que se beneficiarían si se abstuvieran de la corrupción; ahora bien, como la mayoría no puede confiar en que el resto se abstendrá, acaban concluyendo que no tiene sentido que ellos sean los únicos honestos.

Si este es un problema de acción colectiva –definido por la Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom–, la solución ha de ser muy diferente a las preconizadas por las otras teorías. Para poder resolverlo, las señales deben ser tan fuertes que no solamente hagan cambiar a los agentes de forma individual, sino que estos deberán pensar que el resto de los agentes en su misma situación actuará igual. A esto lo llamo la “teoría del Big Bang”, una teoría que requiere de acciones muy fuertes y simultáneas, y no realizadas de forma incremental. Si intentamos luchar contra la corrupción con pequeñas acciones incrementales, esta reaccionará oponiéndose; y acabaremos perdiendo la batalla contra ella. 

La solución no es fácil, pero estamos estudiando cómo países del Norte de Europa, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, consiguieron salir de este círculo vicioso. El ingente trabajo histórico nos permite comprender cómo romper este equilibrio corrupto, pues existen indicadores empíricos que señalan cómo esto ocurrió en Alemania, Países Bajos, Suecia, Dinamarca, etc. Evidentemente no hay países absolutamente libres de corrupción, pero estos lugares consiguieron salir de entornos sistémicos corruptos, y los cambios se produjeron siguiendo la “teoría del Big Bang”.

F.F.S.: ¿Cuál es su valoración del impacto de las nuevas tecnologías en la lucha contra la corrupción?

B.R.: Creo que Internet puede ser utilizado de dos maneras. El Gobierno puede usarlo para hacerse más trasparente a sí mismo. En este sentido, la transparencia es esencial y puede ser muy efectiva; por ejemplo, el derecho que tiene cualquier ciudadano de mi país a ir a cualquier Ministerio y pedir las cuentas hace que las personas piensen antes de actuar de forma corrupta. Sin embargo, la transparencia también permite nombrar y acusar; y como hemos visto en ciertos países, algunas veces las alegaciones de corrupción pueden ser utilizadas políticamente para culpar y ensuciar a los oponentes.

F.F.S.: La influencia de las religiones a la hora de valorar el nivel de corrupción de los países es una verdad aceptada. En el Norte de Europa, la influencia del calvinismo o el luteranismo ha frenado la corrupción, mientras que en países católicos, como Italia o España, ha sucedido lo contrario. ¿Qué opinión tiene de estas “leyendas urbanas”?

B.R.: Es un tema complicado. Es cierto que hay menos corrupción en entornos luteranos o calvinistas que en católicos, pero si tomamos a Italia como ejemplo, en los análisis de las dos últimas encuestas mencionadas, los resultados son muy sorprendentes. Al haber obtenido respuestas segmentadas por regiones, encontramos que Italia es el país europeo con mayor variación regional. El centro y sur del país están fuertemente afectados por la corrupción, mientras que regiones católicas del Norte –como Piamonte, Trentino-Alto Adigio o Bolzano– están tan limpias como Dinamarca, o en general el Norte de Europa.

No creo que la religión sea determinante, pero sí hay un factor religioso relevante, que tiene que ver con cómo históricamente se han organizado y financiado las religiones. Si consideramos los mundos musulmán, católico y luterano, vemos diferencias. Los costes de la construcción de iglesias y mezquitas, así como de las celebraciones religiosas, son elevados. Los luteranos, históricamente, tenían impuestos, elegían a sus representantes religiosos y utilizaban rigurosas reglas de transparencia, hasta el punto de que en, el siglo XV, sus parroquias tenían contabilidad, la cual reflejaban de forma abierta. De hecho, la palabra obispo es, en su origen etimológico, inspector. Además, las parroquias luteranas se responsabilizaron de muchos asuntos no religiosos, como infraestructura, irrigación y asistencia social. De esto se deriva una cultura política interiorizada, respecto de la responsabilidad de los bienes públicos y su transparencia. Este aspecto se hereda y se transforma en algo natural, mientras que en otras culturas no se da.

Podemos destacar tres elementos del luteranismo: la representación, la transparencia y la responsabilidad sobre los gastos. Por el contrario, en el mundo musulmán, la religión fue financiada –y aún hoy lo es hasta cierto punto– por fundaciones privadas conocidas como wakifs, creadas por familias ricas y poderosas. En esos ámbitos, el poder se heredaba y no existía representación, responsabilidad ni transparencia. Por su parte, las parroquias católicas han tenido incluso mucha menos transparencia y responsabilidad. 

Por ello, creo que lo que influye no es la religión en sí misma sino un problema institucional, relacionado con el cómo esta se ha organizado y financiado. En este sentido, detectamos un aspecto coincidente en todas las encuestas realizadas sobre la apreciación de este asunto, y es que en los entornos católicos, musulmanes y luteranos, apenas hay diferencias respecto de cómo la población percibe el impacto negativo que la corrupción tiene en su sociedad.

F.F.S.: La igualdad de género y la meritocracia son aspectos fundamentales para combatir la corrupción. El caso español, como sabe, está plagado de escándalos públicos y corrupción. ¿Hasta qué punto cree que ha influido la ausencia de meritocracia en nuestros partidos políticos, donde uno asciende por una aquiescencia y sumisión a la estructura, y no por méritos propios?

B.R.: En una de las encuestas realizadas, encargamos a profesores especializados el análisis en 37 países de todo aquello que tiene que ver con la calidad del gobierno y la Administración Pública. Uno de los descubrimientos más sorprendentes, en relación con la corrupción, es que el salario de los oficiales públicos es muy bajo. Sin embargo, no encontramos ninguna correlación entre el sueldo que estos reciben y la corrupción o calidad del gobierno, pero sí una fuerte correlación entre esta y el principio de meritocracia, especialmente en la contratación pública (no me refiero a los políticos que son elegidos, sino a los cargos públicos más elevados de la Administración Civil, en general). Creo que esto es muy importante porque, históricamente y en todo el mundo, la forma estándar de obtener un puesto en el servicio público ha sido a través de contactos, nepotismo o influencia familiar, incluso sobornos. Si pudiésemos romper este círculo vicioso y hacer que, de ahora en adelante, fueran los méritos y la cualificación para el trabajo lo que contase, se produciría una gran señal de imparcialidad. 

Ocurre lo mismo con la igualdad de género. La mayoría de los países ha discriminado a las mujeres a lo largo de su historia. Evidentemente, no dará tiempo a conseguir una igualdad perfecta de género, si es que alguna vez se alcanza, pero si se decide que, de ahora en adelante, los hombres y las mujeres van a ser iguales en el sistema de educación y en el sistema de reclutamiento de oficiales para la Administración, se produciría una enorme señal respecto de la igualdad de género y la imparcialidad. Estos son los signos tipo Big Bang a los que antes me refería.

F.F.S.: ¿Qué otros aspectos son esenciales para frenar la corrupción?

B.R.: La educación tiene gran relevancia. Tenemos datos históricos en esta área, de 73 países, que datan de la mitad del siglo pasado, y demuestran la alta correlación existente entre el nivel de corrupción actual y la educación. Creemos que esto se debe a que si se introduce un sistema meritocrático y justo de educación, lo que la sociedad transmite a su población es que cada joven puede tener la misma oportunidad para alcanzar su potencial del sistema educacional, independientemente de su extracción socioeconómica, étnica o de género. Esto es otra vez un tema de gran importancia para la imparcialidad y tiene un impacto enorme en el crecimiento económico y la prosperidad.

Otra revelación de nuestros estudios es que algunos países tienen grandes déficits públicos. La correlación entre el ranking de países de Standard & Poor’s –básicamente una clasificación de cómo se gestionan los recursos públicos– y los niveles de corrupción y calidad de gobierno de los países es muy alta. Si cambiamos la variable de calidad de gobierno por democracia, veremos que no se alteran los resultados, de lo cual deducimos que el nivel de democracia no influye.

También hemos detectado la generación de otro tipo de conflictos políticos en una sociedad –diferentes de los creados por situaciones laborales (acceso al sector público)– en la elección de políticas o decisiones esencialmente vinculadas con aspectos de gasto, basados en el dinero; y con dinero siempre se pueden alcanzar compromisos. Descubrimos que bajos niveles de calidad de gobierno tienen un gran impacto a la hora de explicar alteraciones sociales e incluso guerras civiles. Una de las razones por las cuales el pueblo se levanta en armas es la percepción de que si otros –sus oponentes– están ganando, ellos no serán tratados de forma justa.

Uno de los hallazgos que ha resultado sorprendente, más para los expertos en ciencias políticas que para los economistas, tiene que ver con el factor democracia. Se ha demostrado que para que las personas perciban que su gobierno es justo y legítimo, la calidad del mismo es más importante que la existencia de democracia. El control de la corrupción, el respeto a la ley, la efectividad del gobierno, etc., tienen un impacto muy superior en la legitimidad política que la democracia. Este es un aspecto que genera una sorpresa mayúscula en mi entorno profesional, porque significa que un dictador puede ser considerado más legítimo que una democracia, si la efectividad del gobierno y el control de la corrupción son mayores durante su mandato que en democrática. Quizá así se puedan comprender los años de dictadura en Chile, o incluso el caso español con Franco. Evidentemente, yo soy el último que criticará la representatividad democrática, en la cual confío profundamente, pero eso es lo que revelan los datos.

Por ello, y desde una perspectiva individual, incluso en democracias establecidas y estables, son muchas las personas que no votan. Las razones son diversas, por ejemplo, las del republicano que vive en Nueva York y piensa que su voto siempre será inútil; sin embargo, sí se moviliza si siente que la policía no le protege, ya sea porque su ascendencia étnica es la equivocada, igual que lo hace el ciudadano de la India cuyos hijos no reciben tratamiento médico, porque no se puede permitir pagar sobornos al hospital, o el ciudadano al que los bomberos no van a apagar su casa, porque vive en el barrio equivocado.

F.F.S.: Es usted judío nacido en Suecia. Lamentablemente, parte de su familia fue asesinada por los nazis en Austria y los padres de su mujer tuvieron que huir de Lituania. ¿Estos hechos han influido en su decisión profesional de dedicarse a entender y luchar contra la corrupción?

B.R.: Han tenido un enorme impacto sobre mí, pero siendo este un aspecto tan sensible y que me afecta tanto, decidí que nunca debería interferir en mis investigaciones. Las motivaciones para dedicarme a este trabajo tienen otro origen, parten de aspectos más intelectuales. Uno de ellos es que la mayoría de los politólogos están interesados en explicar las políticas: quién gana las elecciones y por qué. Desde ese porqué, siempre he intentado profundizar más, buscando las razones de base. Además, a mitad de los años 90, realicé junto con mi colega americano Robert Putnam, varios trabajos basados en un concepto fundamental de las ciencias sociales: el capital social.

Los capitalistas sociales piensan que si las personas pueden confiar en otras, y además existen buenos networks en la sociedad, crecerá el capital social. Yo llegué a la misma conclusión que muchos de mis colegas respecto de la importancia que tiene el capital social para que las sociedades prosperen y funcionen adecuadamente. Ahora bien, basándome en descubrimientos empíricos, sostengo una conclusión muy diferente sobre cómo se genera. Para mí, el factor esencial del incremento del capital social en un país reside en la percepción que las personas tienen sobre la calidad de las instituciones gubernamentales, y no únicamente en las asociaciones voluntarias y activas de personas.

Cuando la gente cree que su sociedad es justa y que en ella se puede confiar en las personas, existe un gran capital social, que además está directamente relacionado con las percepciones que las personas tienen sobre los responsables de la Administración Pública. Esta correlación es extremadamente importante y solo a través de ella se llega al convencimiento de que no existirá gran capital social en sociedades que desconfíen de su Administración Pública, de lo que se deduce la importancia que aspectos como los que hemos mencionado anteriormente tienen para el futuro de la sociedad.

Volviendo a su pregunta, mi historia familiar ha tenido una gran importancia, pero si uno se dedica a la investigación de aspectos muy personales y próximos, es tremendamente difícil ser objetivo. Quizás por ello nunca me volví un erudito del holocausto, creo que nadie puede serlo si –como yo– está emocional y personalmente afectado.


Entrevista publicada en Executive Excellence nº109, feb14


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