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La respuesta política a la desaceleración europea

(Tiempo estimado: 6 - 11 minutos)

A pesar de que las previsiones para 2020 apuntan a una recuperación hasta el 1,5% para la Eurozona en su conjunto, la realidad actual es que ha dejado atrás el ciclo expansivo, presionada por dos escenarios adversos. Por un lado, la moderación de la actividad global, la consiguiente ralentización del comercio internacional, y una escalada del precio del petróleo desde comienzos de año a consecuencia de las sanciones de Trump contra Irán. Por otro, la incertidumbre que levantan el confuso proceso del Brexit, el futuro incierto de Italia y las tensiones comerciales desencadenadas por EE.UU. A esto se añade un elevado volumen de deuda pública a nivel global (equivalente al 235% del PIB, 17 puntos más que hace 12 años), algo insostenible en el tiempo.

Superada la crisis financiero-económica global de 2007, y los efectos de su elevado endeudamiento, el problema actual deriva del esfuerzo insuficiente de los Gobiernos por disminuir la deuda acumulada, ni siquiera en años recientes con una economía boyante, una recaudación tributaria fuerte y unos tipos de interés muy bajos. Eso hubiera permitido ajustes fiscales sin reducir el gasto público productivo.

Pese a todo, la vulnerabilidad de las economías ante shocks macroeconómicos parece hoy menor que hace diez años, gracias a las múltiples reformas regulatorias del sistema macrofinanciero, aunque ayudaría corregir la situación fiscal mediante ajustes adecuados, es decir, realizando superávits primarios en los presupuestos del Estado. La cuestión es: ¿estarán dispuestos los Gobiernos?

La variable clave para evaluar la sostenibilidad de la deuda pública (el diferencial entre el tipo de interés a largo plazo y la tasa de crecimiento económico) arroja hoy un registro negativo en la Eurozona, si bien está sesgado por la política monetaria ultraexpansiva, y podría cambiar de signo rápidamente. Si los inversores financieros empezaran a preocuparse por los elevados niveles de la deuda pública y repuntasen las primas de riesgo sobre los bonos del Estado, los tipos de interés efectivos podrían volver a ser superiores al crecimiento económico. Entonces se haría notar el encarecimiento de la refinanciación de la deuda y su servicio, puesto que disminuiría el margen de acción para políticas económicas y sociales.

Convencimientos en tela de juicio

En 2019, el crecimiento del PIB de la Eurozona podría moderarse hasta un 1% o menos, tras el 1,8% y 2,5% registrado en 2018 y 2017, respectivamente. El principal soporte sería la demanda interna, sobre todo por la vía del consumo privado. Cabe esperar que en este ejercicio la tasa de paro siga disminuyendo, a menos del 8%, aunque con grandes diferencias entre los Estados miembros.

España todavía registrará una tasa de crecimiento notable (en torno al 2%), más por inercia que por factores fundamentales positivos; Francia (1,3%) podría mantenerse por encima de la media europea, mientras que Italia va camino del estancamiento, por su excesivo endeudamiento público. Pero lo más preocupante es el enfriamiento de la actividad en Alemania, mayor de lo previsto (0,5% según el Gobierno federal, tras el 1% esperado a principios de año), si bien la probabilidad de una recesión en los próximos trimestres es baja. La esperanza es que se atenuarán los actuales factores bajistas que, aparte del entorno internacional adverso y de problemas de la industria automovilística para adaptarse a la nuevas normas europeas sobre emisiones tóxicas, es especialmente la carencia de mano de obra cualificada y especializada, lo cual tradicionalmente ha sido uno de los pilares de la capacidad de crecimiento y de competitividad de las empresas alemanas.

Según estimaciones de la Comisión Europea, la brecha de producción en la Eurozona se ha cerrado bastante durante los últimos años de expansión; apenas equivale al 0,4% del PIB común. El crecimiento del PIB se verá frenado por un modesto potencial (1,25% al año con tendencia a la baja, frente al casi 2% de EE.UU. con tendencia al alza). No estamos ante un escenario keynesiano, pero los responsables de política económica actúan como si lo fuera. Prevalece el convencimiento de que la desaceleración económica se puede frenar con estímulos fiscales a la demanda agregada, más allá de lo que ya generan los ‘estabilizadores automáticos’ incorporados en los Presupuestos Generales del Estado.

Hay que recordar los problemas en términos de eficacia que acarrea una política fiscal activa de expansión, en especial los que provienen de los ‘time lags’, que producen efectos procíclicos. De igual modo, la evidencia empírica indica que las medidas o llegan tarde o no estimulan la demanda de productos de fabricación nacional. Los multiplicadores fiscales de un incremento del gasto público y de reducciones tributarias son muy bajos en una economía abierta, de lo cual suelen olvidarse quienes proponen esta receta fiscal keynesiana, como Krugman y Lagarde.

Existe también excesiva confianza en que las favorables condiciones monetarias creadas por el BCE contendrán una mayor ralentización del crecimiento; sin tener en cuenta que este es preso de su propia política monetaria acomodaticia.

El BCE: una autoridad monetaria ¿independiente?

Durante demasiado tiempo, el BCE ha mantenido su estrategia de tipo de interés de referencia cero y de medidas no convencionales mediante la compra masiva de bonos del Tesoro. Ahora le falta margen de acción suficiente para una política contracíclica y pretende retrasar el inicio de una normalización de los tipos de interés hasta finales de 2019. Nadie sabe, tampoco el BCE, si esto deparará resultados positivos.

Otro tanto cabe decir de una eventual reducción del tipo de interés negativo de la facilidad de depósito, con el fin de propiciar a la banca una mejora de rentabilidades en sus operaciones habituales. El nuevo programa sobre sustanciosas inyecciones de liquidez al sistema bancario para fomentar la concesión de préstamos a empresas y hogares puede que no sea más que una simple gota en el océano, pues la oferta de créditos no se traducirá automáticamente en una mayor demanda de financiación que agilice la inversión y el consumo si las perspectivas económicas continuaran deteriorándose.

Si el ritmo de actividad en la Eurozona decayera más de lo previsto y la inflación siguiera siendo baja, la política monetaria sólo podría contrarrestar efectos depresivos mediante unos tipos de interés nominales negativos de hasta un -5%, según algunos expertos. En el sistema monetario vigente esto no es posible, porque los depositantes de los bancos retirarían sus ahorros y los almacenarían en dinero en efectivo.

Para recuperar espacios de acción mediante herramientas habituales se vienen discutiendo dos opciones. Una, eliminar por completo el dinero en efectivo, de modo que todos los pagos se harían con tarjetas de crédito o a través de una app. En estas condiciones, la autoridad monetaria sí podría llevar a territorio negativo sus tipos oficiales de interés e incentivar a los depositantes a aumentar el gasto. La otra opción, más compleja, es descomponer la masa monetaria en dos fracciones: dinero electrónico gestionado en los bancos y dinero en efectivo en mano de los individuos. Este último sería devaluado con el porcentaje en el que el BCE quiera situar el tipo de interés negativo. Si, por ejemplo, fuera del -5%: un producto que hoy cuesta 100 euros costaría en un año 105 pagado en efectivo, pero 100 con tarjeta (en los comercios, los artículos llevarían etiquetas con dos precios). Obviamente, ya no habría incentivo alguno para tener efectivo.

Ambas opciones plantearían cuestiones jurídicas de calado, pues supondrían una forma encubierta de expropiar a los poseedores de este sin indemnizarlos, como manda toda Constitución democrática.

Por lo tanto, las vías de acción para el BCE son limitadas, a menos que vuelva a la compra de activos y expanda más aún su balance con bonos públicos (y corporativos). Sería cuestionable, ya que la entidad se extralimitaría de nuevo en sus competencias y se jugaría su credibilidad como autoridad monetaria independiente de los poderes políticos.

Cambios de estructura económica: el potencial de la digitalización

En este escencario cíclico inestable, hay que identificar los problemas de fondo que lastran la economía por el lado de la oferta. Por un lado, son significativos los cuellos de botella en infraestructuras económicas vitales (una red eléctrica para energías renovables y un sistema eficiente de banda ancha y fibra óptica), una productividad laboral demasiado baja (pese al progreso tecnológico, consecuencia de sistemas educativos y de formación profesional inadecuados) y una contracción demográfica que disminuye la fuerza laboral.

Los nuevos avances tecnológicos y su carácter transversal van a transformar todos los patrones conocidos de la actividad económica. Con toda seguridad, la digitalización inyectará dinamismo a la economía y surgirán incontables oportunidades de empleo. Son los emprendedores con nuevos modelos de producción y negocio (‘start-ups’) los que aportan un valor añadido a la sociedad, y lo harán mejor cuanto menos restricciones financieras y trabas burocráticas existan. Lo primero subraya la necesidad de que los países de la Eurozona tengan un mercado eficiente de capital riesgo y de que se cree de una vez la Unión Europea de Capitales, que facilitaría financiaciones intraeuropeas eficientes, siendo más fácil absorber shocks macroeconómicos que sólo afectan una parte del área monetaria. Además, la digitalización ofrece múltiples oportunidades a la Administración Pública para aumentar su eficacia en la gestión con el sector empresarial, como viene demostrando Dinamarca.

Los cambios estucturales desencadenados por los avances tecnológicos suelen tener un efecto asimétrico sobre el empleo y la distribución de las rentas. Una política activa del mercado de trabajo, adecuadamente configurada con el soporte de los algoritmos de las nuevas tecnologías, puede mejorar la empleabilidad de los más perjudicados, también creando en la medida de lo posible una complementariedad con otros colectivos de la fuerza laboral. Lo que no ayuda son las soluciones populistas en forma de un ‘salario mínimo’ o regulaciones que dificulten el despido. Todo intento de protección regulatoria de puestos de trabajo no rentables no hará más que impulsar las deslocalizaciones de empleos hacia otros países y ahuyentar la inversión directa extranjera en la propia economía.

En este nuevo contexto, tampoco es adecuado querer crear, desde las esferas estatales, ‘Champions’ nacionales o paneuropeos; una idea que propugnan los actuales Gobiernos de Alemania y Francia, con el apoyo explícito del presidente de la Comisión Europea. En lugar de dejarse llevar por la tentación intervencionista y pecar de ‘arrogancia científica’ –como diría Friedrich August von Hayek–, ante un futuro incierto en términos de progreso tecnológico, innovaciones, aparición de rivales en mercados contestables y cambios de la demanda, los políticos harían mejor en confiar en el mecanismo descentralizado de creación y diseminación del conocimiento, sirviéndose de la competencia como ‘proceso de descubrimiento’ (Hayek). Campeones tecnológicos como Google o Apple son fruto de la iniciativa privada y la creatividad de los individuos, y Europa debería emular ese modelo. Se ahorraría el derroche de los impuestos de los ciudadanos que este tipo de política de creación de supuestos campeones genera, como ha quedado demostrado una y otra vez en la realidad (la más reciente fue el fracaso del Airbus A380).

Políticas de oferta de largo alcance

Para responder a los cambios en el sistema productivo y elevar el potencial de crecimiento en la Eurozona, es necesaria la aplicación de políticas de oferta de largo alcance:

Desde reformas estructurales que flexibilicen los mercados y mejoren la competitividad de las empresas, estimulen el emprendimiento, eliminen la burocracia innecesaria, eleven la eficacia de la Administración Pública, aseguren una buena calidad del sistema educativo, refuercen la cultura de la investigación y la innovación, y modernicen las infraestructuras económicas, sobre todo las digitales.

Pasando por una política monetaria que vele por la estabilidad de los precios y restaure la función conductora de los tipos de interés.

Hasta la sostenibilidad de las finanzas públicas a través de la racionalización del gasto con la supresión del gasto superfluo (como subvenciones) y un sistema tributario eficiente, con prioridad para los impuestos indirectos (que no afectan a la inversión empresarial), con unos impuestos directos moderados sobre la renta (trabajo), el patrimonio (ahorro) y las sociedades, y sin la creación de nuevos impuestos, pero sin cesar en la lucha contra el fraude fiscal.

Adaptación de la ponencia “Desaceleración entre profundos cambios estructurales: ¿Cómo responder desde la política?”, pronunciada en la Fundación Rafael del Pino en mayo de 2019. 


Juergen B. Donges, Catedrático Emérito de la Universidad de Colonia, Alemania.

Texto publicado en Executive Excellence nº158, junio 19. 


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