Los retos de una sociedad que envejece
Norman Daniels es Catedrático Mary B. Saltonstall y Catedrático de Ética y Salud Pública en la Universidad de Harvard (Harvard School of Public Health). Anteriormente fue director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Tufts, y Catedrático Goldthwaite de ética médica en la Facultad de Medicina de Tufts.
Fue asesor del presidente Clinton como miembro del Clinton White House Health Care Task Force, sobre la relación coste-rendimiento y la eficacia de la Medicina Preventiva. Ha trabajado como consultor, sobre cuestiones del mundo de la política, de la justicia y de la salud para varias organizaciones, así como para el Gobierno de EE.UU. y otros países extranjeros, incluyendo a las Naciones Unidas, la OMS y la Comisión Presidencial para el Estudio de problemas Éticos en Medicina.
La teoría de la justicia sanitaria del profesor Daniels, descrita en su gran obra Just Health, es una de las mayores contribuciones en el ámbito de la ética y la justicia (y la salud, en este caso). Para Daniels, la sociedad tiene el deber de asignar a los miembros de la misma una parte justa y adecuada del total de los recursos sociales relacionados con el bienestar y, por otra, la obligación de realizar una asignación de los servicios sanitarios que tenga en cuenta las distintas necesidades. Antes de pronunciar su conferencia en la Fundación Rafael del Pino, nos concedió la siguiente entrevista.
FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Los países desarrollados viven con la amenaza del envejecimiento de su población; un proceso lento pero irrefrenable, al que no se le da la suficiente importancia. ¿Hasta qué punto se esconden las sociedades desarrollas ante esta situación? ¿Nos afecta solo a países con baja natalidad como España?
NORMAN DANIELS: Es un problema grave, para el cual no tengo una solución. El continuo envejecimiento de la población y la caída de la natalidad es un hecho contrastado que a su vez genera consecuencias complejas, como el incremento relativo de una población laboralmente retirada frente a quienes trabajan.
Hace 30 años, cuando comencé a realizar estudios sobre este tema, pensaba que, en los EE.UU., sería un problema temporal, relacionado con la evolución de la natalidad. Allí siempre habíamos tenido un crecimiento continuo de la población, aunque hoy esa forma de crecer ha cambiado. Ahora se produce esencialmente a través de la inmigración, que en estos tiempos está sometida a un ataque significativo, factor que agrava aún más la peligrosidad potencial de la situación a largo plazo. Los recientes decretos de 2012 en EE.UU., o los similares que se están dando en la UE, para frenar a la inmigración ilegal, proliferan.
En España, como en todo el mundo desarrollado, se ha vivido un incremento de la población debido no solo al crecimiento de las expectativas de vida y al envejecimiento, sino esencialmente a la inmigración; y todo esto en un entorno de caída de la natalidad de la población local.
Hemos experimentado grandes cambios en muy pocos años; se han destruido los estereotipos sobre las familias grandes de Italia y España. La transformación ha sido tan radical que esos países, donde reinaba la gran familia, hoy lideran los puestos de baja natalidad. Como consecuencia, los desarrollados se enfrentan a una población en reducción y cada vez más envejecida.
Las políticas de estimulación de la natalidad, como la francesa, han tenido muy pocos resultados. Y, para colmo, lo único que podría invertir esta situación sería la abundancia de puestos de trabajo para los jóvenes que están en edad de procrear, pero ¡nos enfrentamos a una epidemia de paro y emigración!
F.F.S.: Ante una situación tan problemática, nos vamos a encontrar, como mínimo, con choques intergeneracionales frente a la colocación de los recursos.
N.D.: Es evidente. Ante esa situación, se plantean dos aspectos de equidad intergeneracional que, pienso, podrían solucionarse de forma simultánea. El primero está relacionado con la edad: ¿cuál sería una distribución de recursos justa a lo largo de toda la vida de una persona?
Supongamos que solventamos todos los problemas de justicia interpersonal (y esto es mucho suponer) y que las personas tuvieran la posibilidad de compartir los recursos existentes. El escollo a resolver, verificándose el principio anterior, será cómo se reparten, de manera justa y a lo largo de toda la vida de cada individuo.
El segundo interrogante sería cuánto se les da a las personas en su juventud y cuánto se les guarda para cuando sean mayores. Ante este problema de colocación de recursos hay que tener en cuenta varias consideraciones.
Los diferentes grupos de edad –personas nacidas en distintos momentos– pasan a través de la estructura de transferencias que se ha organizado en el sistema de salud y en las ayudas para la sostenibilidad. ¿Cómo se trata a cada grupo de edad de manera justa? La respuesta es que todos tienen que recibir ratios de beneficios aproximadamente iguales de estos sistemas de transferencia. Ahora bien, si tenemos un incremento temporal del envejecimiento de la población, podríamos anticiparlo generando reservas vía incremento de impuestos para, más adelante, gastarlas cuando esa población se fuera jubilando, volviendo entonces a una base más equitativa de transferencias en el tiempo. Lo que ocurre, y que no había anticipado antes en esta teoría, son los enormes cambios en la demografía que vemos en países como España o Italia, y a los cuales se están aproximando otros: poblaciones decrecientes de forma permanente. En estas situaciones, nos podríamos basar en la inmigración como un alivio temporal, de lo cual se deducen las ventajas para los inmigrantes y la población doméstica. Pero, aun así, esto no es una solución a largo plazo, porque esas poblaciones también se estabilizarán –sirva como ejemplo China, donde a mitad de este siglo se producirá una estabilización en su población y que deberá superar, si quiere continuar su senda de crecimiento económico, el declinar esperado de la población en edad de trabajar–.
Por todo esto, las teorías económicas del crecimiento están parcialmente controladas por estos factores demográficos –que no siempre son tenidos en cuenta– y que afectan a los esquemas de transferencias. De ahí que mi esperanza de que se pudiera crear un sistema de transferencias a lo largo de períodos de vida de las personas tiene un horizonte borrascoso.
Cabe preguntarse si, ante el envejecimiento social como problema, se pueden adoptar posturas frías y radicales, si se puede discriminar buscando el bien mayor, o el bien común.
La salud tiene una importancia significativa, aunque limitada, porque contribuye a proteger las oportunidades de los individuos. Se podría argumentar si no deberíamos entonces prestarle menos atención a la salud de los mayores, ya que sus oportunidades están en el pasado; es decir, ¿merecen los mayores recibir estos sistemas expansivos de salud de los que gozan?
Es importante comprender que el problema del envejecimiento de la sociedad es creado por el éxito de las políticas sociales, y no por su fracaso. Este éxito ha operado en dos dimensiones: la reducción de los índices de mortalidad y el decrecimiento de los índices de fertilidad, al desarrollar tecnologías que permiten la planificación familiar que, como consecuencia, ha impulsado la disminución de la natalidad. Hace un siglo teníamos mayores tasas de mortalidad y familias más grandes. Es llamativo que las consecuencias de este éxito nos lleven a una sociedad que está envejeciendo. Si solíamos pensar que pudiera ser un problema temporal (teniendo como ejemplo el modelo del baby boom americano de la posguerra, donde un crecimiento temporal de la natalidad, que generaba un aumento de la población, luego se equilibraba), nos equivocamos al no tener en cuenta el factor de una prolongada caída de la mortalidad. Además, esto funcionaba para los estereotipos de las grandes familias españolas e italianas que he mencionado, algo que ya no se da, si bien es cierto que el cambio ha sido muy reciente.
Cuando vine por primera vez a España en 1960, era todavía un país de familias. En el espacio de solo una generación se ha producido esta vertiginosa caída de la natalidad, que nos enfrenta a un envejecimiento de la población acompañado de una reducción demográfica. Lo que solía pensarse como un problema temporal, es ahora permanente, de largo plazo y puede durar siglos. Cuando uno veía que las sociedades no crecían, concluía que se mantenían estables, lo cual es otra falsedad. El índice de reproducción en sociedades como la española o la italiana es tan bajo que uno puede predecir la caída de la población durante un largo período.
F.F.S.: ¿Cómo evolucionan las otras sociedades en vías de desarrollo, en particular la china, que según las proyecciones será la población dominante en el mundo dentro de 25 años?
N.D.: Si analizásemos la pirámide poblacional en China hace 20 años, podríamos observar un pequeño vértice superior, los ancianos, y una importante base de jóvenes. La predicción para dentro de 30 años es que esa pirámide se irá transformando, gradualmente, en una pirámide invertida.
En EE.UU., el grupo de población que más crece es el colectivo superior a los 80 años y las previsiones vaticinan que pronto tendrá más población de personas mayores que de jóvenes. Esto en un país con un nivel de natalidad por encima del español y gracias a que, hasta hace muy poco, se ha estimulado la inmigración.
A principios del siglo XX, menos del 6% de la población de EE.UU. tenía más de 65 años. Dentro de 15 años, el 20% de la población tendrá más de 65 años, y en el año 2040, habrá una población de mayores de 80 años superior a la de niños por debajo de seis años.
Para que la población se mantenga estable, es necesario un índice de reproducción de 2,1. En España, el índice de natalidad español es de 1,2 y se espera que para el año 2050, la edad media de los españoles sea de 56 años.
F.F.S.: ¿Qué podemos deducir de estas cifras? ¿Cómo nos va a afectar socialmente?
N.D.: De lo que trata este problema es, en esencia, del ratio entre trabajadores y jubilados. En todo el mundo, y hasta hace solo ocho años, este índice era de 4,5 trabajadores por jubilado. En el año 2050, existirán solo 2,2 trabajadores por jubilado. En los países que están liderando este proceso de envejecimiento, los ratios llegarán a ser 1:1, como en el caso de España.
Además, esto no solo atañe a los países desarrollados. Si observamos países en vías de desarrollo, en el Este asiático veremos cómo en 2050 se triplicará la población de mayores de 50 años. Solo en China, existirán para entonces más ancianos que todos los que existían en el mundo en el año 1990.
La humanidad se enfrenta a un problema nuevo y global (a excepción del África Subsahariana, debido al elevado índice de mortalidad por el virus del sida).
F.F.S.: ¿Cuáles son los efectos de este envejecimiento?
N.D.: Por un lado, tenemos una importante población de personas mayores y frágiles a las cuales hay que cuidar. Si analizamos los sistemas de salud sociales en el mundo, veremos que ni siquiera los países ricos están preparados para enfrentarse a este problema.
Hoy no tenemos la capacidad de proveer los cuidados adecuados para los ancianos más débiles, y la situación se complicará en el futuro. Además, esta población, que vota, hará presión. Se generará una demanda de soporte de salud y social mucho más elevada y habrá tensiones acerca de cómo sostener estos sistemas.
Los problemas relacionados con las personas mayores y frágiles, así como las tendencias demográficas de transición a nivel global –el impacto de las enfermedades infecciosas ya ha sido superado por el de las enfermedades crónicas–, hacen que los entornos de salud tengan que soportar enfermedades a largo plazo y con altos costes.
Si sumamos al envejecimiento de la población y la transición demográfica, la disminución de la población activa, lo que podemos esperar es que, además de la presión sobre los sistemas sanitarios, aparezca el problema de los ingresos para las personas jubiladas.
Este es un reto para los sistemas de transferencias desarrollados en los países más ricos y prósperos, ya que los pobres ni siquiera habrán avanzado estos esquemas de transferencia de recursos. De hecho, no es desacertado predecir que China, frente a Estados Unidos, será un país de viejos sin que haya llegado a ser un país de ricos, a diferencia de la Europa occidental.
F.F.S.: Cuando hablamos de envejecimiento, ¿a qué nos referimos exactamente?
N.D.: Una de las formas más sencillas de definir el envejecimiento se basa en la ley americana contra la discriminación por la edad, directamente relacionada con los Derechos Civiles de los Estados Unidos. Lo que asume esta ley es que si tratas a las personas de forma diferente, en edades diferentes, haces que sean sujetos discriminados por la edad. Este planteamiento tuvo cosas positivas, ya que que eliminó la jubilación obligatoria en mi país, y gracias a eso yo puedo seguir siendo profesor. En la Unión Europea también se están promoviendo iniciativas para eliminar la edad de jubilación obligatoria.
La idea extendida socialmente es que el tratamiento diferencial por la edad no es aceptable pero, en mi opinión, esta es la forma de defensa menos adecuada frente a la edad. Una de las principales nociones que tenemos de las generaciones son los grupos de edad, que debemos diferenciar del concepto de generaciones (por fecha de nacimiento). El grupo de edad, como pueden ser los mayores de 65 años, no envejece. El grupo de individuos por fecha de nacimiento, o generación, consiste en todos aquellos que tienen 65 años en un momento determinado; estos sí envejecen. Esto es la diferencia fundamental que existe entre un grupo de edad y una generación. Un grupo de edad está compuesto por una sucesión de generaciones, pero la generación está compuesta por un grupo específico de individuos que tienen una historia concreta y particular. Todos pasamos por los diferentes grupos de edad al envejecer, pero permanecemos en la misma generación. Al ser de diferentes generaciones, nos enfrentamos a diferentes problemas, que han de ser tratados de formas diferentes.
F.F.S.: ¿Cuáles son, entonces, los problemas a los que se enfrentan estos grupos y qué debería tenerse en cuenta a la hora de plantear una distribución equitativa entre ellos?
N.D.: Supongamos que solucionamos el problema de los recursos que cada individuo debería recibir a lo largo de su vida. Sigue existiendo el problema de lo que debería recibir en cada momento de su vida. De esta normal evolución, se deduce el problema de los grupos de edad. Si es la generación la que discute el tratamiento justo para las diferentes generaciones, y no el grupo de edad, no creo que se solucionara el problema adecuadamente. En cambio, si es el grupo de edad quien pregunta cuál es la distribución adecuada de una buena salud entre los jóvenes y los mayores en un sistema de distribución, el resultado será más adecuado. En cualquier caso, ambas perspectivas han de resolverse de una forma simultánea.
El inconveniente del grupo de edad está conectado a la posible aparición de temas de parcialidad. ¿Podríamos utilizar la edad como un criterio para el racionamiento? ¿Podríamos decir qué personas a partir de cierta edad no recibirían ciertos recursos?
En EE.UU. no nos enfrentamos a la cuestión de distribución por grupos de edad, ya que dividimos nuestro sistema de salud en dos; uno proporciona salud a grupos por debajo de los 65 años y otro, de cobertura universal, cubre a las personas mayores. El problema que genera tener esta división es que el que trata a los trabajadores no tiene incentivos para proveer sistemas de prevención más amplios, y por ello, posiblemente estas personas desarrollen más enfermedades precisamente a partir de 65 años, con lo cual medicare sufre la falta de prevención del resto del sistema de salud. La única solución sería la existencia de una regulación pública para la prevención cuando las personas son más jóvenes.
F.F.S.: ¿Qué solución propone?
N.D.: Creo que es importante no rechazar la idea de tratar a las personas de forma diferente según los grupos de edad a los que pertenezcan, y a lo largo de su vida. Aunque pueda parecer discriminatorio tratar de modo diferente a quienes tienen distintas edades, hace que sus vidas puedan discurrir mejor.
Ya hay bastantes tratamientos diferenciales. En los sistemas europeos, y utilizando el lenguaje asegurador, estos modelos son actuariamente injustos, ya que cobran a las personas jóvenes más de lo que reciben, y a los mayores menos de lo que consumen. En el caso norteamericano, todo el mundo paga, pero se gasta cuatro veces más en los mayores. De una forma u otra, hay que cubrir el hecho de que los mayores estén más enfermos y gasten más. El resultado es que los mayores han dejado de ser el segmento más pobre de la sociedad. Ahora, desgraciadamente, lo son los niños.
Planteo lo que llamo la “cuenta corriente prudente para toda la vida”, que aporta equidad a todos los grupos de edad y se basa en el trato de diferencias según la etapa de la vida. Es una intuición, pero pienso que si diseñamos este sistema adecuadamente, de manera que tengamos un tratamiento diferencial y prudente para los diferentes grupos de edad, y que este asuma las diversas distribuciones a las personas de una forma justa y estable a lo largo de toda una vida –considerando un velo oscuro que garantice la imparcialidad ante los diferentes grupos de edad–, podremos tener resultados positivos. Creo que este velo es importante porque quienes han nacido en una fecha –no un grupo de edad–, pueden estar tentados a influenciar al sistema. Todos sabemos que, si sacrificamos ingresos para mejorar en nuestra educación, obtendremos en el futuro más opciones. Por ello, el que nos quiten ingresos en los primeros estadios de nuestra vida, cuando no los necesitamos, y que eso se nos transfiera a nuestra vejez, cuando perdemos poder adquisitivo, a través de diferentes mecanismos, como la Seguridad Social u otros, mejorará nuestra situación cuando seamos mayores.
F.F.S.: Comparativamente con otros países, en España tenemos un excelente sistema sanitario. Este hecho no siempre es tenido en cuenta, aunque sí es vox populi que, hasta hace muy poco, ciudadanos de otros países de la Unión Europea venían a España solo con intenciones de acceder a prestaciones a las cuales no tenían acceso en su país de origen. Curiosamente, parece que la gestión privada de los entornos sanitarios controla este problema de una forma más eficiente que la pública.
N.D.: Considero la eficiencia en el sector público como una necesidad ética, gracias a la cual se pueden prestar más y mejores servicios. Creo que con sistemas más eficientes –no necesariamente de gestión privada– se puede hacer un mejor trabajo.
En cambio, la privatización de los servicios sanitarios puede encubrir un proceso de eliminación de logros laborales de los empleados dentro de la esfera pública. De hecho, muchos de los objetivos de la privatización son un ataque directo a la sindicalización y negociación colectiva.
Soy difidente ante el concepto de que la privatización es el único camino hacia la eficiencia, porque esta no está reñida con los logros laborales obtenidos en el sector sanitario. En EE.UU. se incita la confrontación entre empleados afiliados a sindicatos y quienes no lo están. Allí los movimientos sindicales no han sido tan poderosos como los europeos, y continúan perdiendo fuerza. Hoy solo el 7% de los empleados sanitarios está sindicalizado, lo cual representa un porcentaje muy pequeño de la fuerza laboral.
Lo que está sucediendo ahora es que los logros que se consiguieron con mucho esfuerzo, y que afectan a los trabajadores, están siendo atacados en un contexto donde la mayoría de los empleados ni siquiera sabe lo que puede obtener de los sindicatos. Los trabajadores no son conscientes de que los mejores salarios y paquetes de compensación, incluyendo las pensiones, fueron beneficios obtenidos por los sindicatos para ellos. Hoy piensan que pueden fiarse de la generosidad de sus empleadores, pero estos pueden ser menos espléndidos si no se ven enfrentados a sus sindicatos. Por ello, soy suspicaz cuando se habla de privatización, ya que parece un ataque encubierto a los logros los trabajadores.
F.F.S.: El Dr. Valentín Fuster nos explicaba que los costes sanitarios alcanzarán niveles inaceptables, siendo la educación en salud la única vía que puede actuar significativamente contra ese incremento exponencial. ¿Considera que la inversión en educación es la fórmula más efectiva?
N.D.: Opino que es un tema con múltiples consideraciones. La educación en salud implica la responsabilidad individual pero también social. No podemos pedir algunos esfuerzos a las personas, ignorando otros hechos sociales. Acabo de llegar de Macedonia, un país muy pequeño. Me explicaron que se había producido una relajación en la importación de automóviles, algo que pude contrastar por la elevada contaminación del aire. Como consecuencia de esa mayor permisividad, todo el mundo quería conducir y la reducción de las restricciones a la importación favoreció la compra de vehículos usados muy contaminantes; es decir, la sociedad había favorecido la creación de un problema que afectará a las enfermedades cardiovasculares de la población.
Tiene todo el sentido explicar las necesidades y beneficios del ejercicio físico, y puede ser la única manera para compensar los cambios sociales y medioambientales que nos rodean, pero focalizar la solución únicamente en la responsabilidad individual es no dar una perspectiva completa del problema real.
Soy muy escéptico sobre “culpabilizar al individuo” por temas de salud a los cuales ha contribuido la sociedad. El sobrepeso y la obesidad son mucho más que una cuestión de educación de los individuos. A través de la prevención, se pueden modificar, pero hay más cosas sobre las que puede actuar la sociedad en esa dirección de prevención de enfermedades cardiovasculares. Por ejemplo, yo formé parte de la Comisión de Medicare en EE.UU, aunque solo me invitaron a una reunión, quizás porque me expresé con demasiada libertad. En ella se debatió sobre una bomba cardíaca, el aparato de asistencia ventricular izquierda, que entonces era muy caro. Entre la implantación y el coste del aparato, el precio ascendía a un cuarto de millón de dólares. El objetivo era extender la vida de las personas que no podían recibir un trasplante solo unos meses. Pregunté si había sido un tema de discusión los costes que este objetivo suponía y si, en vez de este proyecto, no podría ponerse en marcha un sistema más efectivo de control en la población de la presión alta y depósitos lipídicos en los vasos sanguíneos para actuar más en prevención. La respuesta que recibí es que Medicare no podía considerar estos aspectos, pues se limitaban al análisis de efectividad de una metodología. No me volvieron a llamar y el sistema se puso en marcha.
Entrevista con Norman Daniels Catedrático Mary B. Saltonstall y Catedrático de Ética y Salud Pública en la Universidad de Harvard.
Publicada en Executive Excellence nº 110, marzo 2014