¿Qué pasa cuando nos dicen que no podremos?
LIDERAZGO
Los seres vivos logran sobrevivir cuando se adaptan, es decir, cuando son capaces de encontrar una respuesta adecuada a las nuevas situaciones, aunque estas sean inesperadas, desconcertantes o incluso peligrosas. Los individuos humanos, en tanto que seres vivos, solo disponemos de tres modos de reaccionar ante el entorno: o huimos, o nos enfrentamos o nos paralizamos.
Por ejemplo, ante las crisis, hay personas que se remangan y se enfrentan con valentía, creatividad y perseverancia a las nuevas circunstancias; otras abandonan o huyen, cierran, migran a otro sector o buscan empleo en el extranjero; también las hay que optan por quedarse inmóviles, confiando en que nada fatal les ocurra mientras esperan que pase la tormenta. Las tres opciones son legítimas.
Los animales superiores, basándonos en la experiencia, somos capaces de predecir parcialmente el futuro, y podemos así elaborar estrategias para adaptarnos a los cambios. Es decir, para hacer frente a nuevas situaciones, la experiencia suele resultar un factor decisivo.
Pero a los seres sociales no nos basta con nuestra experiencia individual, sino que tomamos decisiones constantemente influidos por las experiencias de los demás. Esto no es malo, sino sumamente enriquecedor para progresar antes, más y mejor. El problema surge cuando esos demás que nos influyen hacen un análisis incorrecto del entorno o no son capaces de predecir el futuro acertadamente. Entonces pueden confundirnos, porque si bien su influencia nos proporciona pistas, estas son erróneas. Por eso resulta tan decisivo el comportamiento de padres y profesores en el desarrollo del niño; por eso también nos insisten tanto desde pequeños en que hay que seleccionar bien las compañías. Cuando son los líderes de una sociedad los que no aciertan a mostrar el camino idóneo, basta con que sean unos pocos los que se equivoquen. Entonces, indefectiblemente, la manada les sigue y se despeña.
Las previsiones erróneas de líderes
El FMI, el Banco Mundial y las agencias de calificación de riesgo, nos guste o no, son líderes en esto de la economía: indican el camino que hay que seguir y guían las decisiones financieras, privadas o públicas. Influyen, no cabe duda, y detrás de ellos vamos todos. Lo que pasa es que son malos líderes y nos guían hacia el precipicio. Explicaré por qué.
Si algo les gusta hacer a las instituciones económicas es aventurar predicciones: que si en el 2012 la economía va a entrar en recesión, que si en el 2013 ocurrirá esto o lo otro... No les basta con hablar de la economía mundial, no: se permiten el lujo de aventurar cómo va a ir la cosa en cada país. Y como son líderes, sus oráculos se repiten a los cuatro vientos, machaconamente, a través de los medios primero y, luego, en las conversaciones de café. Nadie sabe en qué se basan para hacer esas predicciones; es más, las hacen como si una ley inmutable impidiera que pudiera haber cambio alguno. ¿Y si un gobierno toma medidas acertadas? ¿Y si varios gobiernos las toman coordinadamente? ¿Y si los empresarios encuentran nuevos mercados? ¿Y si un tsunami afecta a una central nuclear? ¿O, inesperadamente, en algunos países árabes estalla una revolución en cadena? ¿No cambiará eso algunas de las previsiones? Da igual, ellos toman su fotografía del futuro sobre el imposible encuadre de que nada, absolutamente nada, se va a alterar.
Usted podría rebatirme diciendo que tan poderosas instituciones disponen de sesudos analistas, inmensamente más preparados que nosotros, con una información de primera mano y capaces de cruzar multitud de variables para acertar de plano en sus prospectivas. Y yo podría replicar que menos lobos, Caperucita. Que si fueran tan sabios, hubieran podido prever la crisis de Lehman Brothers, las hipotecas basura y todo lo que vino después, que, desde luego, era una cosita como para haberla visto venir. A lo mejor por eso se dice que la economía es la ciencia que explica las cosas después de que han ocurrido.
Por otra parte, y para mayor desconcierto del personal, ni siquiera los infalibles sabios se ponen de acuerdo: el servicio de estudios financieros de un banco da una cifra, el gobierno da otra, la UE una tercera, el Banco Mundial una más, todas ellas diferentes. ¡Y les creemos a todos! Es como si le hubieran pedido prestada a la bruja Lola su bola del futuro, y ni siquiera se han dado cuenta de que no ha pasado la ITV. Pero con ella se sienten solventes para poder vaticinar con aplomo y rotundidad, sin la más mínima duda, con un desparpajo que roza la insolencia.
Fitch Rating anunció hace unas semanas que rebajaba la calificación a doce ciudades y regiones españolas, entre ellas Pamplona y Vigo. Ciudades de menos de 300.000 habitantes hay en el mundo varios miles. Por lo que se ve, Fitch tiene un ejército de afanados empleados estudiando las finanzas de cada ayuntamiento, los gastos de su concejalía de educación y los índices de morosos en el pago del IBI. ¡Venga ya! Sin embargo, emiten sus juicios, con contundente solemnidad, y son inapelables al más puro estilo de inquisidor medieval.
Los efectos del miedo
Lo que me preocupa no es tanto que predigan y se equivoquen, sino que con sus adivinanzas amedrentan al personal. Así, como suena. Sus previsiones son inmediatamente aireadas por los medios de comunicación, patológicamente empeñados en focalizarse hacia lo negativo y lo catastrófico, hasta lograr meternos a todos el miedo en el cuerpo. Y, precisamente, es el miedo lo que acaba por asfixiar al sistema, en la misma medida en que cada célula se va quedando sin el oxígeno imprescindible de la esperanza.
Porque detrás de los negros augurios vienen millones de decisiones particulares: la del empresario que no se atreve a emprender nuevas iniciativas, el banquero que no concede el crédito, el autónomo que no se arriesga a contratar, el trabajador que se aferra al más vale lo malo conocido, el parado que se persuade de que para él no hay empleo, el consumidor que deja de consumir…
Las previsiones catastrofistas –esas que indican que hagamos lo que hagamos las cosas no van a mejorar– apuntan directamente a la línea de flotación de la esperanza. Cuando esta se cuartea, se desactiva el entusiasmo, disminuye la motivación hacia el logro, cede la resistencia a la frustración, cunde la impotencia y el desánimo.
Nos amedrentan, sí, y el clima de pesimismo se generaliza. Porque si bien es verdad que la situación es difícil, resulta infinitamente peor cuando muchos piensan que no hay modo de cambiar ni siquiera lo que depende directamente de uno. Es lo que en psicología se conoce como “profecía autocumplida”: es imposible ganar un partido si el equipo salta al estadio convencido de que no puede ganar; es muy difícil preparar y aprobar un examen desde una mentalidad derrotista; si uno se empeña en que su cliente no le va a comprar, es casi seguro que acertará…
En pedagogía se habla del efecto Pigmalión para referirse a cómo pueden influir en un profesor las referencias previas que otros le proporcionan acerca de un alumno o un grupo. Si le dicen que es malo, hará las cosas de tal manera que al final no logrará de los chicos buenos resultados. Si, por el contrario, le alaban las virtudes del estudiante o de la clase, el profesor tiende a pensar que son verdaderamente buenos y, sin ser consciente, se esfuerza más, les motiva mejor y consigue éxitos en su rendimiento académico. Pues, bien, en las crisis hay un efecto Pigmalión clarísimo: si mucha gente dice que no podemos, entonces no podremos. Y al revés: es más fácil salir si quienes lideran nos transmiten confianza en el futuro.
Mi propuesta es muy sencilla: no hagamos el menor caso a las profecías económicas, a las voces agoreras ni a los mensajes catastrofistas. Nos quitan el ímpetu para la acción, siegan nuestra esperanza y nos acobardan, nos acorralan en el inmovilismo… Ya sabemos que la cosa está mal. Ahora toca armarse de valentía y de perseverancia, ahuyentar los miedos y poner la atención únicamente en lo que cada uno puede hacer en su entorno inmediato hoy, esta misma mañana.
El resto son pamplinas que nos distraen cuando no nos hunden en el pesimismo. Por salud mental y por eficiencia, no haga usted caso de los vaticinios de la bruja Lola. Ni los escuche siquiera. Vivirá con las mismas dificultades, pero con menos miedo, más feliz.
Arturo Merayo, socio director de Cícero Formación, www.ciceroformacion.es
Artículo publicado en Executive Excellence nº90 mar12