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Cómo piensan los que saben adaptarse

(Tiempo estimado: 4 - 8 minutos)

En tiempos de crisis la gran tentación es buscar culpables y convencerse a uno mismo de que no se es responsable de nada. La consecuencia inmediata de esta actitud es que si uno no se siente responsable no va a ser capaz de tomar decisiones y acabará paralizándose. Por el contrario, en la misma situación, otras personas deciden remangarse y pasar a la acción: toman la iniciativa, que es algo que va mucho más allá de tener ideas: es saberse responsable para hacer que las cosas ocurran, empeñándose con tenacidad y perseverancia. Las crisis son momentos excelentes para comprobar quién es reactivo y quién es proactivo.

Proactivos y reactivos

Las personas (o las empresas) proactivas se saben responsables ante sus propias vidas y por eso toman decisiones. Aunque los estímulos exteriores –ya sean físicos, psicológicos o sociales– obviamente les influyan, responden a ellos en función de convicciones. Es decir, sus conductas son consecuencia de sus propias elecciones y se basan en sus principios y valores, sobre los que han reflexionado detenidamente, antes de seleccionarlos e incorporarlos a la personalidad.
Las personas (o las empresas) reactivas, por el contrario, se esconden detrás de las circunstancias y se sienten absolutamente condicionadas por la genética, la educación recibida o el ambiente. A las personas reactivas les afecta enormemente el clima social: “Si me tratan bien, me siento bien”; pero ¿qué ocurre cuando se las trata mal? Se tornan defensivas o pierden la seguridad en sí mismas porque su esquema de valores depende de lo que los otros piensen, digan o hagan. Las personas reactivas no tienen autonomía y suelen vivir dependientes de otros. El entorno físico afecta mucho a sus sentimientos y por eso se comportan dependiendo de cómo les dé el aire. Es decir, según cómo amanezca el día sienten que el asfalto es color de rosa o que la vida es un insufrible valle de lágrimas. Las personas proactivas, sin embargo, hacen frente al ambiente físico porque llevan consigo su propio clima.

Los dos territorios: influencia y preocupación

Las personas, los grupos, las familias, las empresas, las organizaciones, las naciones pueden ser proactivas o reactivas. Las primeras actúan en el territorio de la influencia, es decir, se focalizan sobre las decisiones que pueden tomar, en las cosas que pueden hacer. Por eso, a pesar de las dificultades, son activas, enérgicas, quieren sobreponerse y se esfuerzan en ello, se cargan de positividad, conscientes de que la solución está en ellas y de que recrearse en el sufrimiento es un camino sin salida. Sin embargo, las reactivas viven en el territorio de la preocupación, mascan una y otra vez los problemas y buscan culpables incansablemente; si los encuentran, gastan innecesariamente mucha saliva y si no los encuentran, bajan los brazos porque como los causantes de las dificultades son las circunstancias solo esperan, impotentes, a que estas cambien por sí mismas o sean otros los que lo hagan.

En la zona de preocupación manda el condicional si tuviera: “si tuviera más clientes”, “si me dieran crédito”, “si no hubiera crisis”… Los problemas parecen estar fuera, pero ese enfoque paraliza al centrar los pensamientos en las circunstancias exteriores que causan las dificultades. Nos convencemos de que, para que nosotros podamos cambiar, tenemos que esperar a que cambie lo que está fuera. Por el contrario, en la zona de influencia lo decisivo es poder: “puedo buscar nuevos clientes”, “puedo intentarlo con otro banco”, “puedo tener más iniciativa”... La fuerza opera desde dentro hacia afuera: cuando soy más imaginativo, más cooperativo, más valiente… hago que cambie lo que está fuera. Es decir, el modo más eficaz en el que una persona, un grupo o una empresa puede influir sobre una difícil situación consiste en trabajar sobre sí mismo.

Realismo y responsabilidad

Pero hay que hacerlo con realismo. Hay cosas que nunca estarán en la zona de influencia. Las empresas proactivas, como llevan dentro de sí su propio clima psíquico o social, aceptan lo que está más allá de su control, no dedican a ello sus energías y centran sus esfuerzos en aquellos aspectos en los que sí pueden efectivamente influir. 
Y hay que hacerlo con responsabilidad. Porque las personas y empresas proactivas asumen las consecuencias de sus decisiones. Actuar de acuerdo con la misión, la visión y los valores tiene consecuencias positivas y no hacerlo, consecuencias negativas. Desde luego, somos libres para elegir nuestros comportamientos en cualquier situación, pero al elegir estamos también responsabilizándonos de las consecuencias. Por ejemplo, podemos optar por conductas poco éticas, pero luego no nos puede extrañar que desconfíen de nosotros, nos critiquen, nos abandonen o nos denuncien.

No hay errores, solo lecciones

Es verdad que al tomar la iniciativa podemos equivocarnos. Las personas y empresas proactivas también se equivocan, aunque son capaces de reconocer sus errores, corregirlos y aprender de ellos. Es más, en la vida de las personas proactivas no hay errores sino únicamente lecciones de las que aprender. Desde este enfoque, no existen tampoco experiencias negativas; incluso la peor puede ofrecer una lección, una oportunidad que enseñe y fortalezca. De hecho, una ley fundamental de la naturaleza es sacar partido de las pérdidas.

No son las equivocaciones personales o las de los demás las que nos dañan, sino el modo como reaccionamos ante ellas. Quien se lanza tras la víbora que le acaba de morder en vez de dedicarse a extraerse el veneno, está permitiendo que este se extienda por el organismo. Es precisamente esa respuesta inadecuada la que causa verdaderos estragos.

Pero reaccionar adecuadamente en pleno fragor de la batalla no es fácil en absoluto. Ser capaz de obtener lecciones de los errores es algo muy bonito de escribir, pero muy difícil de cumplir. Hay que adiestrarse en la flexibilidad mental, porque muchas veces va a ser necesario cambiar la atalaya desde la que contemplamos la realidad; si queremos aprender de cada experiencia, hemos de acostumbrarnos a abrir nuestra mente para poder cambiar el punto de vista. Aunque, desde luego, lo más cómodo sea seguir pensando como hemos pensado siempre. Lo más cómodo y lo más estúpido...

“Si sigues viviendo como has vivido siempre, obtendrás lo que has obtenido siempre”. Einstein definía la demencia como hacer siempre las mismas cosas y esperar distintos resultados. Si afinar la puntería para dar en la diana siempre es el resultado de lanzar muchas flechas erradas, no es extraño que las mejores empresas del mundo hayan tenido más fracasos que las normales. Por eso Tom Peters solía recordar que “las pifias son la marca de la excelencia”.

Lo único que realmente se interpone entre nosotros y nuestros sueños es el miedo al fracaso, así que, en realidad, el auténtico fracaso consiste en no intentar las cosas. Como escribió Mark Twain, “dentro de veinte años lamentarás mucho más las cosas que dejaste de hacer que las que hiciste”. El verdadero riesgo se halla en una vida sin riesgos. Y es que el arte de vivir consiste no tanto en eliminar nuestros problemas, como en aprender a convivir con ellos.

Paradójicamente, es el fracaso el que nos pone a prueba y el que nos permite crecer. Aunque nos resulte difícil, hemos de entender que el fracaso es un amigo que nos invita a levantar, a tomar nota y a recomenzar. Así lo explicaba Daniel Goleman: “Es la combinación entre talento razonable y la capacidad de perseverar ante el fracaso lo que conduce al éxito. Todo lo que usted debe saber es si seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. Yo creo que, dado un determinado nivel de inteligencia, el logro real no depende tanto del talento como de la capacidad de seguir adelante a pesar de los fracasos”.

De Epícteto a Schopenhauer

En los Aforismos sobre el arte de vivir, Schopenhauer escribió: “Lo que nos hace felices o desdichados no es lo que las cosas son objetiva y realmente, sino lo que son para nosotros”. Es decir: no son las circunstancias las que nos impiden avanzar sino lo que pensamos acerca de ellas. Por tanto, como muy bien saben las personas proactivas, la clave no está en no tener problemas –que, por lo demás, es algo connatural a la vida humana–, sino en controlar nuestros pensamientos, si es necesario cambiando el punto de vista, contemplando la situación desde una atalaya diferente.

La felicidad no depende de condiciones externas, depende de condiciones internas. No es lo que tenemos, lo que somos, dónde estamos o lo que realizamos; nada de eso nos hace felices o desgraciados. Es lo que pensamos acerca de todo ello. Por ejemplo: dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo; ambas pueden tener sumas iguales de dinero y de prestigio; y sin embargo una es feliz y la otra no. ¿Por qué? Por su diferente actitud mental. Por consiguiente, es necesario abandonar el territorio de la preocupación y decidirse a vivir en el de la influencia. Abraham Lincoln escribió: “Casi todas las personas son tan felices como deciden serlo”. Tenía razón.


 HABILIDADES / TALENTO

Arturo Merayo, socio director de Cícero Formación.

Artículo publicado en Executive Excellence nº105 sept13

 


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