De los intangibles al fortalecimiento de la marca. Pasando por la inteligencia emocional
¿Qué credibilidad tengo en mi entorno? ¿Están mis equipos motivados? ¿Cuál es la imagen estética que proyecta mi empresa o mi establecimiento? ¿Qué dice la gente de nosotros, qué atributos están asociados a nuestra marca? ¿Qué solidez tienen nuestras relaciones, colaboraciones y alianzas? ¿Qué valor tiene nuestra experiencia, nuestro know-how? ¿Y nuestra innovación?
Los cambios radicales que ha introducido la sociedad del conocimiento han hecho que los recursos tangibles tradicionales –el capital, el trabajo y las materias primas– sean cada vez menos importantes y que los llamados recursos intangibles tengan una importancia creciente hasta el punto de ser considerados decisivos y determinantes para el éxito de las empresas modernas. Las empresas ancladas en el pasado siguen pensando en términos de recursos tangibles; las del siglo XXI se focalizan en los intangibles.
Indudablemente, el producto, la calidad, el precio, los costes, la distribución, las infraestructuras son importantes para que el cliente escoja nuestro producto. Pero no crecen en los árboles: se necesita capital intelectual, conocimiento, para innovar y poder diferenciarse. Se precisa, además, una cultura corporativa (visión, misión y valores) capaz de atraer y retener el talento y de entusiasmar a los propios empleados no solo para que no se vayan sino para que den lo mejor de sí mismos. Y una vez que el producto está en el mercado la cosa se pone aún más difícil. Quien quiere comprar un frigorífico tiene innumerables opciones y todas son buenas porque ya no se fabrican frigoríficos malos. Entonces, ¿qué nos hará diferentes? Ahí es donde surge el valor de la marca, la imagen corporativa, la reputación empresarial que alcanza incluso a la ética y la responsabilidad con la que la compañía trabaja y que cada día es más valorada por el público. Se trata de activos intangibles, bienes inmateriales que aportan valor a la compañía porque garantizan una relación eficiente con sus stakeholders.
Un estudio de Accenture señala que “el 94% de los altos directivos considera importante una gestión exhaustiva de los intangibles empresariales y un 50% piensa que actualmente esta es una de las tres cuestiones más importantes de la gestión empresarial”.
Y es que, efectivamente, “en las últimas décadas los intangibles se han convertido en los factores esenciales de creación de valor en la economía, pasando de constituir en 1982 el 38% de la generación de valor al 86% en 2012” (Juergen H. Daum: Intangible Asset and Value Creation). Son los mismos porcentajes que obtuvo el Brookings Institute al analizar el peso específico que representaban tangibles e intangibles en las 300 mayores empresas estadounidenses.
¿Por qué tienen tanto valor los intangibles?
Los intangibles revalorizan las empresas al menos por cuatro razones:
1) Porque constituyen el mejor antídoto contra la indiferenciación derivada del exceso de la capacidad productiva y de la homogeneidad de la oferta. Es decir, la verdadera diferenciación radica en lo intangible.
2) Porque los intangibles no se pueden copiar. Y esto es especialmente importante porque la innovación exige mucho talento y cuesta muchos recursos y, al mismo tiempo, copiar resulta hoy más fácil que nunca.
3) Porque la identificación emocional es clave para fidelizar a clientes, empleados y proveedores. Mientras que lo tangible tiene que ver con la razón, lo intangible apela a lo emocional; dicho de otro modo: el marketing clásico ha muerto.
4) Porque las empresas con un fuerte valor intangible atraen inversiones y mejoran sus resultados.
Cómo construir y/o proteger la marca
Resulta así que la adecuada gestión de los intangibles es lo que permite consolidar la marca siempre y cuando se respete el orden de las tres fases siguientes:
1) Lo que se es. Las empresas con éxito se esmeran en definir cuáles son sus atributos de identidad. Tener claro lo que uno es y protegerlo es el primer paso para la consolidación de la marca y eso comienza con una comunicación interna eficiente.
2) Lo que decimos. En segundo lugar, es necesario analizar y desarrollar una comunicación institucional estratégica, es decir, elegir los canales, los mensajes, los tiempos y los públicos a los que se va a proyectar la propia identidad, porque de los que digamos de nosotros mismos va a depender lo que se diga de nosotros.
3) Lo que creen. Finalmente, hay que saber con precisión cuál es la imagen percibida, es decir, qué atributos han sido asimilados y aceptados por los públicos, teniendo en cuenta que no siempre coinciden con los que se han intentado comunicar.
En la era de la información, la comunicación de los intangibles debe ser, por tanto, lo más importante para empresas y organizaciones. ¿Significa esto que la calidad del producto o del servicio no es importante? Sí que lo es, máxime cuando la competencia es global. Pero en modo alguno resulta suficiente.
Si queremos comunicar bien los activos intangibles, hemos de partir de un convencimiento que, lamentablemente, no siempre los directivos tienen suficientemente interiorizado: lo más importante de las empresas son las personas. Las personas no solo pensamos, también sentimos y –aún más– es con lo que sentimos con lo que tomamos la mayoría de nuestras decisiones. Por eso clientes y personal interno reclaman que los productos, los servicios, las estrategias, la marca y los líderes les emocionen. Y por eso Ridderstrale y Nordstrom, aunque no mencionen el término engagement, insisten en que “la empresa con éxito se construye sobre emociones, no solo sobre productos pues el éxito en las relaciones se fragua en la atracción emocional, no tanto en convencer racionalmente”. De modo que –concluyen con rotundidad– las emociones han de empezar a ser objetivo de las estrategias.
Las habilidades emocionales son, por tanto, en las organizaciones modernas, el quicio sobre el que se sostienen las relaciones. Una buena comunicación emocional está en la base del compromiso de los empleados, en la construcción de los equipos eficientes, en la resolución de los conflictos, en las estrategias de negociación, en las percepciones del público, en la fidelización de los clientes, en la credibilidad, en definitiva, en el fortalecimiento de la marca.
Las habilidades emocionales se pueden aprender
Pero, lamentablemente, la inteligencia emocional ha estado tradicionalmente fuera de los sistemas de enseñanza occidentales. Ni la escuela ni la universidad se han preocupado por desarrollar competencias que hoy se demuestran esenciales: autocontrol emocional, autoestima, iniciativa, adaptabilidad, resistencia a la frustración, capacidad de escucha, capacidad de establecer vínculos, de trabajar en equipo, resiliencia, liderazgo emocional, comunicación eficaz… Y todo ello, sin embargo, se puede aprender. Cualquier persona puede mejorar sus habilidades emocionales por medio de un entrenamiento adecuado: no son atributos exclusivos de los superhéroes. Pero ojo, porque la gran tentación es pensar que vienen asociadas al cargo. Al día siguiente de ser nombrado director de no sé qué, usted no se levantará con más inteligencia emocional, pues sus competencias emocionales no habrán mejorado en una noche. Por eso si no nos tomamos en serio la formación en este tipo de habilidades, los escenarios posibles se reducen a dos: o nos instalamos en la mediocridad mientras vemos cómo el éxito se convierte en un imposible, o provocamos dolor, porque –aun sin querer– el analfabetismo emocional deja por donde pasa un reguero de problemas, quejas, disgustos y sangre.
Para pasar del valor de los intangibles al fortalecimiento de la marca hay que cruzar el puente de la inteligencia emocional y esto exige formación específica. Es verdad –como dicen algunos– que la formación es cara. Bueno, no siempre. Lo cierto es que hay por ahí formación muy barata, probablemente porque vale poco. Pero sí, la buena formación, la que está meticulosamente preparada, la que es útil, práctica y amena, es costosa. Claro que si usted piensa que la formación es cara espere a ver lo carísima que resulta la ignorancia.
Arturo Merayo, socio director de Cícero Formación. Profesor de “Gestión de Intangibles” en la Universidad de Murcia.
Artículo publicado en Executive Excellence nº122 junio 2015