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La ética es un espejo

(Tiempo estimado: 2 - 4 minutos)

Se ha tornado un lugar común en los últimos años esgrimir la ética como un arma eficazmente diseñada para descalificar a quien no piensa como uno mismo. A la vez, se exoneran las fechorías de algunos mientras –reitero– se pone el foco sobre quienes se desea denigrar.

Robar, manipular la selección de personal, tergiversar la verdad sería disculpable o irrelevante si quienes lo hacen son ‘de los nuestros’. Esas mismas acciones cometidas por un opositor ideológico no tendrían perdón de Dios. 

Lo relevante no sería, para muchos, si alguien actúa o no correctamente, sino si es más o menos cercano a mi corriente. Así, por ejemplo, un auto proclamado grupo de inmaculados gestores absuelven el latrocinio de uno de sus componentes asegurando que lo que esa persona hizo no fue corrupción, sino ‘una equivocación ética’. Por el contrario, a renglón seguido proclaman que la misma felonía realizada por un opositor debería pagarse con la dimisión cuando no con la cárcel. 

La ética es la ciencia de la felicidad: el conjunto de principios que independientemente de culturas, coordenadas geográficas, creencias religiosas o condicionantes de entorno, permite a un ser humano seguir convirtiéndose en persona y no degradarse. La ética es, pues, una normativa liberadora. Sin embargo, muchos la contemplan como un elenco de inconvenientes que hay que soslayar para supuestamente pasarlo bien.

Personas hay que confunden la ética no solo con un artefacto arrojadizo, sino también con la legislación vigente en un enclave determinado. La legalidad es el cumplimiento de una normativa impuesta. La ética, por el contrario, plantea lo que es correcto o incorrecto desde el punto de vista de la bondad o la maldad, no desde la perspectiva jurídica. Por legal que en la Alemania nazi, o en la Rusia bolchevique, fuese denunciar y condenar a alguien de raza judía o a un Kulak, ambos comportamientos eran una atrocidad. 

Por reglamentario que en los regímenes comunistas o nacional socialistas sea denunciar y condenar a quien no comulga con las teorías impuestas por los dictadores del momento y su nomenclatura, aquello no deja de ser un montaje que enriquece a unos pocos y elimina la dignidad de los más. Por mucho que se escuden unos u otros en el pueblo o en un supuesto interés de clase social. 

La ética es, por explicitarlo de forma accesible, la dignidad. Por eso, la ética no puede ser impuesta desde el exterior; ha de ser asumida con plena libertad. 

La ética es el espejo en el que cada uno de nosotros debemos mirarnos cada mañana, tarde y noche para confirmar si somos decentes. De nada sirve reiterar la ridícula afirmación “tengo la conciencia tranquila”. La conciencia es un juicio próximo de eticidad, no la creadora de los mismos. 

Hay personas que tras haber cometido un desfalco aseguran que su conciencia está tranquila. 

- ¿Y qué?, podríamos preguntar. 

Lo relevante es el bien o el mal realizado, no si uno se siente bien o mal tras llevarlo a cabo. La ética no es un estado de ánimo o una percepción subjetiva. 

En cuanto ciencia-artística, la ética ha de ser vivida individualmente, y vamos construyéndonos como personas de forma sucesiva y elección tras elección. Somos lo que no somos, y lo vamos siendo a golpe de actos concretos. 

La ética cuenta con unos pocos principios absolutos que cada uno de nosotros hemos de asumir, aplicándolos de la manera más sabia posible a nuestras circunstancias. El incremento de la legislación no asegura una mejora en la ética, aunque sin duda es conveniente que de algún modo las leyes ayuden a reflejar en el día a día lo que es correcto y lo que no. 

Recomiendo, en fin, la relectura de El libro de los muertos, obra a la que se referenciaban en este tema los egipcios. Una selección de los textos más significativos para la situación actual la he recogido en mi reciente obra Egipto, escuela de directivos. Más de uno se sorprenderá de la actualidad de las propuestas realizadas hace más de tres mil años en tierra de los faraones.


Artículo publicado en Executive Excellence nº119, febrero 2015

Javier Fernández Aguado, presidente de MindValue, @jferagu

 


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