Tres cristales para un directivo
Gobernar es decidir sin acumular todos los datos. Quien espere a contar con información exhaustiva para optar por uno u otro sendero, nunca decidirá nada en un mundo en el que nuestra capacidad de recibir informes sobre cualquier materia es prácticamente ilimitada.
El directivo responsable tiene que estar siempre oteando el horizonte. Por eso, debe –aunque conozca el detalle- procurar contemplar el más allá desde un cierto mirador, que le permita reposicionar el timón en los momentos oportunos. Para hacerlo debe acopiar ciertos conocimientos y algunas estrategias adecuadas.
En ‘Fundamentos para la organización de empresas’ (Narcea, 2006), asumí la tarea de proporcionar pistas sobre por dónde deberían discurrir hoy en día las habilidades para la correcta toma de decisiones en la organizaciones, teniendo en cuenta la extraordinaria cantidad de conocimiento acumulado por nuestros antecesores en el pensamiento y la práctica del Gobierno de personas y organizaciones.
Múltiples son los modos de enfocar esta apasionante cuestión. Fundamentalmente porque gobernar personas y organizaciones hace continua referencia al futuro, aspecto que hace particularmente apasionante la función del directivo.
Los menos dotados constatan lo que está sucediendo. Los más espabilados señalan las trochas por las que deberá desarrollarse el porvenir. Éstos deberían situarse en los mandos de las organizaciones. Cuando una institución opta por acomodar en los puestos de dirección a los menos preparados, sencillamente porque nunca discutirán una orden, está empezando a cavar su tumba, a la vez que multiplica los ‘sacrificios humanos’, aplicando incluso justificaciones en apariencia loables. A
bordaré a vuelapluma esta cuestión, que he tenido ocasión de discutir con múltiples Comités de dirección, desde la perspectiva de mi teoría de los tres cristales.
Gafas para el directivo
Un cristal imprescindible en la dirección de personas y/u organizaciones se denomina gafas (o binoculares). Es preciso que éstos sean espaciales y temporales. En primer lugar, hay aprender de lo que hacen los demás. En términos generales, quienes nos rodean tienen mucho que enseñarnos. Sólo deja de aprender quien considera que cuenta con todas las respuestas. De ésos hay que desconfiar: ignorancia y fanatismo son dos dolencias contiguas.
El aprendizaje no sólo tiene que proceder de organizaciones y/o personas contemporáneas, sino también de aquellas que existieron en el pasado y que pueden proporcionarnos instrucciones válidas. Así, para empresas de servicios –profesionales, religiosos o de cualquier otro tipo- conocer el nacimiento, desarrollo y desaparición de los Templarios, por ejemplo, puede resultar de suma utilidad.
La historia no sirve para nada mercantil, pero quien no sabe historia no sabe nada. El desconocimiento de lo que nuestros ancestros hicieron es un seguro para la propia ineficacia, práctica o cuando menos antropológica. Pensar que no repetiremos los errores que otros cometieron, o que nuestras propuestas tienen tal originalidad que no son a nada comparables, demuestra tanta ingenuidad como fatua vanagloria. ¡No hay verdades difuntas, sino cerebros entumecidos!
Las organizaciones que se consideran exclusivas y diferentes olvidan que están compuestas por personas. Y que los modos de reaccionar de unos y otros es prácticamente idéntica, con ligeros matices. Encadenar desconocimientos en el calabozo de nuestra nesciencia bloquea la posibilidad de decisiones acertadas.
El espejo
Una vez que se aprenden a manejar esas lentes, habrá que esforzarse por utilizar el espejo. Este instrumento nos permite mirarnos, y vernos tal como somos. Resulta hacedero criticar a los demás, señalar lo que los demás –personas u organizaciones- no hacen, no saben u omiten. Un cierto delirio impide muchas veces descubrir que aquello mismo que denunciamos en otros es exactamente lo que nosotros estamos haciendo en nuestra propia casa.
En ocasiones, he oído denuncias contra la radicalidad en el trato con las personas en determinadas empresas. Para verificar, en el instante siguiente, cómo eso mismo sucedía en el directo entorno (quizá él mismo lo practicaba) de quiencon tanto rigor evidenciaba a los demás. Resulta pasmoso cómo somos capaces de desconocernos. Quizá sucede más en organizaciones que se consideran muy exclusivas dentro de un sector. Al final, los tics suelen ser los mismos en unas y en otras, pero cuando la cultura es más fuerte los daños son más profundos.
No existen organizaciones perfectas. La única diferencia que se da es entre las que se esfuerzan en disminuir imperfecciones, y aquellas que renuncian (por ignorancia o por mala voluntad o incluso por ‘buena’ voluntad) a ese esfuerzo y siguen cometiendo desafueros sin ponerles coto. Así como hay que desconfiar de quien tiene todas las respuestas, conviene hacerlo de quien considera que su Compañía es un dechado de perfección. Sólo está dispuesto a mejorar quien considera que es preciso hacerlo.
Quien se considera perfecto, acusará de mentiroso al espejo cuando éste revele que las mismas arrugas que uno critica en caras ajenas son las que afean la propia, y quizá de manera más profunda y nociva. El establo de la hipocresía cuenta con numerosos parroquianos.
Lupas y microscopios
En tercer término, habrá que aprender el manejo de la lupa y/o el microscopio. Si permanecemos continuamente alerta para localizar errores en los demás, nunca pararemos de amargarnos ni de amargar a otros. Siempre habrá aspectos de la realidad que son menos positivos. Centrarse en el polvo de la esquina de un cuarto, dificulta descubrir las realidades estupendas que tenemos en rededor. Incluso aunque haya un Rembrant habrá quienes se esfuercen por insistir en aquellos restos no recogidos, que, por lo demás, carecen de importancia.
Las patologías que produce el mal uso de los cristales aquí mencionados son notables. Así, hay quienes consideran que nada tienen que mejorar en sus organizaciones mientras dañan a quienes deberían ayudar. Otros se regodean tontamente en sus supuestas aportaciones al mercado cuando no son sino el remedo de lo que otros llevan haciendo con éxito durante décadas o centurias.
Reconocer la realidad a la que nos enfrentamos es el punto de partida para tomar decisiones adecuadas. Quien adopta la postura de Hegel ante la crítica de su tesis doctoral poco avanzará.
Dijeron en aquella ocasión al alemán:
-Eso que usted defiende no es real. Su respuesta fue contundente:
-¡Pues peor para la realidad!
Quien trata así a su entorno, acaba como aquel que yendo en su automóvil escucha en la radio:
-Atención, un conductor suicida va en dirección contraria.
Su exclamación puede ponerse en labios de ciertos directivos poco preparados:
-¡Uno, no! ¡Miles!
Luego se quejan de la poca eficacia de sus mensajes...
Muchos dedican su existencia a quejarse de las cartas que la vida les dio, soslayando que quizá lo que deberían hacer, en vez de barajar decepciones, cinismos o cegueras, es aprender a jugar bien sus oportunidades.
Javier Fernández Aguado, Presidente de MindValue y Miembro de Top Ten Management Spain.
Artículo publicado en Executive Excellence n35