Habilidades interpersonales. Cuanto más arriba, más importantes
La razón por la cual dedico tanto tiempo y energía a identificar los retos interpersonales, entre quienes tienen éxito, se debe a que al subir el nivel empresarial de las personas que estudiamos descubrimos que aumenta el volumen de problemas conductuales.
En los altos niveles, las personas poseen las habilidades técnicas, el conocimiento y la actualización para poder realizar su trabajo.
No encontrarás un director financiero que no tenga un amplio dominio de un balance de resultados o al que le falte capacidad para gestionar el dinero de forma prudente. Lo que sí encontramos es que, en estos niveles, los temas de relación y conductuales son cada vez más pronunciados cuanto más cerca estemos de la cumbre.
A igualdad de condiciones, las habilidades para la relación interpersonal (o la falta de ellas) resultan cada vez más determinantes conforme se sube la escalera profesional. De hecho, incluso cuando el resto de las capacidades no estén al mismo nivel, las de relación personal serán muchas veces suficientes como para permitir ascender en la escala profesional.
¿A quién se prefiere como director financiero? ¿A un contable de capacidad moderada que tiene una gran habilidad para relacionarse con la gente tanto fuera de la empresa como con los que dependen de él, o a alguien tremendamente brillante, pero cuyas ineptitudes en las relaciones con el exterior y con la gestión de otras personas brillantes que se sitúan por debajo de él son significativas? Responder a esta pregunta no resulta complicado.
Aquel candidato que tiene grandes habilidades para relacionarse con las personas ganará siempre, esencialmente porque será capaz de contratar a otros más inteligentes que él –y más capaces en la gestión financiera–, y también será capaz de liberarles con eficacia, algo que no podemos garantizar con un brillante financiero, pero torpe en las relaciones interpersonales.
Si analizamos cómo percibimos a las personas con éxito, nos daremos cuenta de que raramente asociamos ese éxito con su habilidad técnica o inteligencia pura. De estas personas podemos decir que son listas, pero ese no es el único factor. Solemos pensar que también son algo más; y aplicamos ese beneficio de la duda al margen de sus capacidades técnicas. Asumimos, como puede ser el ejemplo de un doctor, que tiene conocimientos de medicina, pero lo juzgamos por su forma de comportarse con los enfermos, por cómo tolera las preguntas que le hacen, cómo pide disculpas por habernos hecho esperar…, y ninguna de estas capacidades se enseña en la facultad de medicina.
Aplicamos este criterio conductual a casi todas las personas que han tenido éxito, ya sea un consejero delegado o un fontanero. Cuanto mayor sea el éxito que alcancemos, menor importancia tendrán los atributos de nuestro curriculum, al tiempo que otros aspectos más útiles cobrarán relevancia. Jack Welch tiene un Doctorado en Ingeniería, pero dudo mucho que los problemas que hubiera de superar para hacerse máximo responsable de General Electric tuviesen remotamente alguna relación con su capacidad como ingeniero. Cuando se postulaba para el puesto de consejero delegado, los aspectos que lastraban su candidatura eran estrictamente conductuales: su acidez, el ser excesivamente directo, su lenguaje brutal o su incapacidad para sufrir la estulticia. El Consejo de Administración de General Electric no dudaba de su capacidad para generar beneficios y resultados, sino que su preocupación era cómo se comportaría como consejero delegado. Cuando me preguntan, respecto de los líderes a quienes imparto coaching, si se puede cambiar la conducta y el comportamiento, siempre respondo: conforme avanzamos en nuestra carrera, los cambios conductuales son frecuentemente el único tipo de cambio que podemos hacer.
¿Ganar demasiado?
Uno de los temas importantes que afecta a líderes con éxito es el ganar demasiado, y demasiadas veces. Para ellos sí tiene sentido y es importante. Aun siendo trivial, también quieren ganar. Más aún, aunque no merezca la pena, también quieren ganar. ¿Y por qué? Pues porque les gusta ganar. La línea que separa el ser competitivo de ser excesivamente competitivo es muy fina, pero muy importante. La diferencia que hay entre ganar cuando a nadie le importa –y al contrario–, separa a las personas, y es alarmante la frecuencia con la cual personas con éxito obvian esta argumentación. No intento desprestigiar la capacidad competitiva, solo quiero resaltar la problemática que se puede crear cuando los objetivos no merecen el esfuerzo.
Ganar demasiado es un síntoma de otros problemas conductuales. Si discutimos demasiado y queremos que nuestra visión siempre prevalezca (queremos ganar), es muy frecuente que seamos culpables de “hundir” a otras personas, solo porque es una estrategia de posicionamiento que nos permite estar encima (es decir, queremos ganar a cualquier precio). Cuando se ignora a las personas, esta ignorancia muchas veces está relacionada con el deseo de ganar (y que no se las tenga en cuenta). De hecho, todos conocemos muchos casos donde los directivos se reservan la información para ellos, y en exclusiva. El objetivo no es el de la discreción, sino el de la ventaja competitiva que representa poseer la información en entornos empresariales. Cuando se juega a tener una camarilla de favoritos, es evidente que esta estrategia está orientada a ganar a otras facciones dentro de la empresa o a conseguir atraer a otros potenciales aliados a nuestro lado, para tener ventaja. Desde la distancia es muy evidente que toda esa serie de cosas se hacen, y molestan a otras personas, con el único objetivo de ser el “macho alfa” de una situación. En otras palabras: para ganar.
Para muchos, el camino del éxito consiste en prevalecer en una discusión en el entorno de trabajo donde finalmente se decida aquello que tú has planteado. Cuando se defiende una posición sin tener en consideración las opiniones de los demás, y sin pararse ante nada, es evidente que el objetivo es ganar…, pero a qué costa (se preguntaría el General griego Pirro).
Imaginemos que quieres ir a cenar a un restaurante. En cambio, tu mujer o tu compañero de trabajo quieren ir a otro diferente, algo que propicia un debate acalorado. Seguro que, en el caso de tu mujer, se acaba yendo al que ella decidió (planteo esto, en parte, como una broma). Si se diese el hecho de que la elección de tu compañero o de tu mujer fuese desacertada y se confirmasen tus malas expectativas –el servicio es lento y malo, la comida está mal preparada y las bebidas son “regulares”–, tienes dos opciones: la primera, restregarles a tus acompañantes su mala elección; y la segunda, callar, cenar e intentar disfrutar de la velada.
Ante este planteamiento, pregunto a las personas qué hacen y qué deberían hacer. Los resultados a esta respuesta son muy consistentes. Un 75% de ellas se basa en una crítica al restaurante, y todos los que responden de manera similar están de acuerdo con que deberían cenar y disfrutar. Si hiciésemos un análisis de coste y beneficio, todos convendríamos en que la relación con nuestra mujer o con nuestro compañero de trabajo es mucho más importante que ganar una discusión sobre dónde comer. Pero, incluso sabiendo esto, el deseo de ganar es superior al sentido común. Hacemos lo que no es correcto, incluso siendo conscientes de ello.
Hace unos años, por interés y curiosidad, me ofrecí como coach, de forma desinteresada, a uno de los más importantes generales del Ejército Norteamericano. Este me preguntó quién sería mi cliente ideal, a lo que respondí que me gustaría trabajar con alguien que fuese inteligente, dedicado, muy aplicado, motivado para conseguir las metas, patriota… competitivo, arrogante, terco, incapaz de escuchar las opiniones ajenas y que, además, se crea en posesión de la verdad. Le pregunté al General si se veía capacitado para encontrarme candidatos así. Me contestó: “Marshall, estás en el terreno donde más abundan”. Desde entonces, cada vez que he aconsejado y entrenado a altos militares, estas y otras experiencias me han servido para ratificar la idea que tengo respecto de “la necesidad de ganar” y de que esta forma parte del “DNA” del éxito –el deseo de ganar es la razón esencial para tener éxito–. Sin embargo, se puede generar una mutación genética, basada en ese deseo de querer ganar demasiado y demasiadas veces; de ganar por encima de todo. Esta mutación, patológica, limita de una forma real las posibilidades de tener éxito.
HABILIDADES DIRECTIVAS / TALENTO
Marshall Goldsmith, asesor mundial en Liderazgo
Artículo de opinión publicado en Executive Excellence nº92 may12