El desorden monetario que viene
Benjamin Cohen se doctoró en Economía en la Universidad de Columbia en 1963. Comenzó su actividad profesional como economista-investigador en la Reserva Federal de Nueva York en 1962 y, en el año 1964, inició su carrera académica como profesor del departamento de Economía de la Universidad de Princeton.
Ocupó la Cátedra William L. Clayton de Asuntos Económicos Internacionales de la Fletcher School en la Universidad Tufts entre 1971 y 1991, año en el que se incorporó a la Universidad de California-Santa Bárbara.
El professor Cohen es miembro de la American Economic Association, la American Political Science Association, el Council on Foreign Relations y la International Studies Association, así como del Consejo Editorial de la “Review of International Political Economy”.
Su intensa y prolífica labor docente e investigadora se ha centrado, principalmente, en el estudio de las relaciones monetarias y financieras internacionales y en la economía política internacional. Ha publicado más de una veintena de libros, los dos últimos: Power in a changing world economy: lessons from East Asia (Routledge, 2014, co-editor, Eric M.P. Chiu) y Advanced Introduction to International Political Economy (Edward Elgar Publishing, 2014).
En su reciente visita a la Fundación Rafael del Pino para pronunciar la conferencia “El desorden monetario que viene”, nos concedió unos minutos.
FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Desde una perspectiva histórica, hemos pasado de unos mercados financieros firmemente controlados por los estados soberanos a un entorno prácticamente sin barreras que da total libertad a los actores societarios. Lo que antes era dictado por la esfera gubernamental y política hoy es definido por las preferencias del mercado. ¿Esta liberalización será un factor que incremente gradualmente la inestabilidad? ¿Vamos hacia un mercado con más actores, más ambigüedad y menos consenso?
BENJAMIN COHEN: El fenómeno de lo que llamamos movilidad de capital ha vivido un crecimiento continuado desde los años 1960, cuando empezaron los mercados de divisas. Luego vinieron las reducciones de los controles sobre capitales durante los 70 y 80, que nos han llevado a una situación donde la movilidad de capital abruma a las relaciones monetarias entre países. Esto sucede desde hace tiempo y algunos podrán argumentar que es irreversible.
Ha cambiado el equilibrio de poder entre el sector público y el privado. Mi propia definición sobre este escenario es “privatización” del sistema monetario. Este resulta cada vez más dependiente de las decisiones de actores del mercado privado, y no de gobiernos. Planteando la situación desde otro ángulo, en Bretton Woods (1944), los gobiernos decidieron un diseño para el sistema monetario internacional en el cual las decisiones más importantes serían tomadas por los gobiernos, ya fuera de forma directa o a través del Fondo Monetario Internacional. Así, las decisiones en niveles de cambio de divisas debían ser hechas por los gobiernos; de la misma manera, si un gobierno necesitaba acceso a liquidez para afrontar un déficit en la balanza de pagos, estos recursos debían provenir del Fondo Monetario Internacional. Es decir, el sistema era muy estado-céntrico, diseñado para ser gestionado por gobiernos y gobernado por naciones.
Con el crecimiento de la movilidad de capital internacional, ahora estas decisiones las hacen los mercados y sus actores, en vez de los gobiernos. ¿Quién determina los niveles de cambios de divisas? El mercado de divisas, o lo que es lo mismo, los actores privados dentro de este mercado que compran y venden divisas. Ellos son quienes toman las decisiones sobre cuál debe ser el nivel de cambio. Igualmente, el acceso a la liquidez ha cambiado y los gobiernos tienen la opción de pedir prestado a los mercados privados a través de emisión de bonos o préstamos bancarios. Esto significa que el acceso a la liquidez también está determinado por el mercado y sus actores, no por los gobiernos.
Evidentemente, esta privatización del sistema, este movimiento hacia niveles de cambio y acceso a liquidez determinados por el mercado, incrementa la inestabilidad del sistema, y también la incertidumbre. En los mercados de capitales, por ejemplo, pueden aparecer olas de entusiasmo o repulsión que hacen que los niveles de cambio sean altamente volátiles, moviéndose de forma acusada. Del mismo modo, frente al acceso a la liquidez, tenemos situaciones donde los mercados se vuelven eufóricos y prestan en exceso, tal y como sucedió en España antes de 2008. Luego, repentinamente, esta euforia se revierte y las personas quieren recuperar sus fondos siendo los gobiernos incapaces de recibir préstamos, como el caso de España después de 2008. El resultado no solo es la volatilidad de los niveles de cambio sino también la volatilidad en el acceso a la liquidez, lo cual genera un entorno monetario más inestable e incierto.
En definitiva, existe una especie de complacencia establecida entre los gobiernos y actores importantes de los mercados respecto del sistema monetario, motivada por dos cuestiones: una sobreestimación del nivel de recuperación que se está viviendo y una infraestimación de los riesgos que hay en el sistema monetario, entre los cuales se incluye la guerra de divisas, el conflicto entre el dólar y el euro o el yuan, y la infravaloración del riesgo que presenta la mala gestión del sistema monetario por el Fondo Monetario Internacional o el G20.
F.F.S.: En los sectores clásicos se están produciendo muchas fusiones, y cada día las corporaciones son más grandes. Con este crecimiento y con la globalización, es previsible que la capacidad de influencia de estas grandes multinacionales crezca más aún en el futuro. ¿Hasta qué punto puede afectar esta influencia?
B.C.: No hay ninguna duda de que las grandes corporaciones siguen sus propios intereses. En cualquier caso, se debe ser precavido con este concepto de crecimiento continuado. Es cierto que entre las corporaciones hay una tendencia inherente a crecer, un aspecto esencial para su existencia. En cualquier caso, esto no significa que el sistema se concentre cada vez más en un número determinado de ellas, ya que la naturaleza del sistema empresarial cambia con el desarrollo tecnológico.
Si mirásemos en el índice Dow Jones de hace 30 años, encontraríamos muy pocas empresas de los Estados Unidos, pues buena parte de las que hoy están presentes han nacido con posterioridad (como Microsoft, Google, Apple…), y con el tiempo, posiblemente serán reemplazadas por otras, puesto que el sistema está siempre cambiando.
No soy un ingenuo, sé que vivimos en un mundo donde las grandes corporaciones, incluyendo las bancarias, dominan y actúan siguiendo sus propios intereses. Además, cada vez están menos sujetas a la influencia y el control de los gobiernos, pero resistiría la tentación de sugerir que esto significa que el orden mundial está desplazándose hacia uno determinado exclusivamente por estas corporaciones. Lo que tenemos es un sistema muy mezclado, donde los estados siguen teniendo la última autoridad y poder coercitivo, siguen gestionando los juzgados y obligando al cumplimiento de los contratos, etc. No estamos, ni vamos, hacia un mundo gestionado por las corporaciones, a pesar de que hayan ganado gran capacidad de influencia. Yo percibo el sistema como uno de gobernanza mixta. Eso no significa que sea una situación deseable o que prometa ser bien gestionada, sino más bien al contrario. Creo que la gobernanza de la economía internacional se ha deteriorado mucho, como resultado de la privatización del capital y de la toma de decisiones en niveles de cambio o acceso a liquidez. La gobernanza es ahora menos efectiva, aunque esto no quiere decir que esté ausente.
F.F.S.: El modelo westfaliano de la geografía económica, aunque históricamente joven, está cambiando a gran velocidad. ¿Cómo imagina la geografía económica del mañana?
B.C.: Pienso que tenemos una tendencia a simplificar nuestra visión del sistema monetario. Tendemos a pesar de dos maneras: la primera, que las monedas significan dinero creado y gestionado por gobiernos; la segunda, que estos dineros son exclusivos de territorios particulares y específicos. Dicho de otro modo, tendemos a pesar que en los Estados Unidos hay una única forma de dinero, el dólar, que es exclusiva al territorio incluido dentro de las fronteras de Norteamérica. Lo mismo el yen en Japón o el yuan en China.
La realidad es muy diferente, pues hay mucha competencia entre las monedas. Dentro de las fronteras de un mismo estado, puede haber diferentes circulando, como en varios casos el dólar y la moneda local. Hay muchos países donde el dólar o el euro constituyen una parte muy importante del suministro de dinero, pero compiten el uno con el otro y la población puede elegir entre ambos.
Esta es una de las consecuencias de la privatización del sistema monetario internacional. El crecimiento de la movilidad de capitales ha hecho que sea más fácil para las personas elegir, no teniendo que estar confinadas a la selección de la moneda de su gobierno local.
Al pensar en la moneda y en su definición específica, consideramos que es aquello que tiene tres funciones: medio de cambio, unidad de cuenta y acumulador de valor. Tenemos muchas otras cosas que realizan estas funciones, además de las monedas emitidas por los estados. Cuando vuelo, acumulo millas y tengo una cuenta de millas. Es dinero porque acumulan valor, y puedo usarlas para comprar billetes, alquilar coches, habitaciones de hotel o bienes de un catálogo que recibo trimestralmente. También es una unidad de cuenta, pues cuando llamo para pedir el precio de un billete, me lo dan en millas, no en dólares. Cada vez existen más monedas especializadas, compitiendo con la moneda existente. Seguro que habrán escuchado hablar de Bitcoin como un ejemplo de moneda digital, emitida privadamente y que tiene sus “problemas”, además de sus competidores (hay hasta 200 monedas digitales en los Estados Unidos), algunos muy competitivos como Ripple.
En definitiva, tenemos una geografía del dinero muy compleja, por la organización espacial del mismo. Hay competencia entre monedas del estado y entre territorios individuales, en los que también se produce competencia con todas esas formas digitales de moneda. El mundo es tremendamente complicado en este sentido, y seguirá siéndolo.
F.F.S.: Parece que la zona euro gana influencia de una manera muy lenta, demasiado. ¿En qué medida es importante la unificación financiera y fiscal europea para generar capacidad de influencia? Que se haya podido evitar la intervención en algunos países periféricos, ¿significa que podrá crecer la influencia del euro a nivel mundial?
B.C.: Siempre he sido escéptico respecto del euro, aunque es un éxito increíble si consideramos que una sola moneda ha reemplazado a 17, ahora 18, monedas nacionales. No hay dudas de que esto ha representado un reto tremendo muy bien resuelto. Ahora bien, cuando se habla de un rol internacional del euro, fuera de la zona, y compitiendo con el dólar USD como moneda internacional, el éxito ha sido mucho menor.
También he desconfiado siempre sobre el impacto que podría tener el euro en este rol por diversas razones. Creo que, en el mejor de los casos, el euro está destinado a ser un lejano competidor del dólar. ¿Por qué? La razón primordial es que el euro se basa en una confederación de estados soberanos, no en una federación única. En España ustedes pueden apreciar que el sistema del euro no tiene un mecanismo efectivo para luchar contra los desequilibrios de la Unión. La estructura de la gobernanza es pobre e inefectiva. Hay una política monetaria centralizada del Banco Central Europeo y, al mismo tiempo, las políticas fiscales están descentralizadas. La soberanía de la política fiscal continúa residiendo en estados individuales, los 18 miembros, y no depende de una autoridad fiscal central. Esto ha llevado a que aparezcan problemas en la zona euro, limitando su atractivo a potenciales usuarios exteriores, puesto que, si se generan desequilibrios dentro del grupo, las presiones para ajustes recaen, sobre todo, en los países deudores.
Desde una perspectiva analítica, los Estados Unidos pueden ser comparados con los países de la zona: un solo sistema monetario, una única moneda, con estados muy diferentes entre sí. Unos pueden estar en recesión mientras que otros pueden estar en crecimiento, y tenemos un sistema automático de transferencias que hace que, cuando un estado esté creciendo mucho, como es el caso de la costa Norte con el shale gas, se transfieran fondos a Washington, que los traslada a un estado que esté en crisis, como podría ser Virginia del Este. Estas transferencias sirven para facilitar el proceso de ajuste entre los estados en crecimiento y aquellos que van mal. Europa carece de un sistema de transferencia automática o, dicho de otra manera, de un sistema de mutualización del riesgo. El resultado es que cada crisis en la Unión Europea ha de ser negociada.
Cada desequilibrio –como ha ocurrido repetidamente desde el año 2010 en los casos de Grecia, España, Portugal, Irlanda e Italia– debe ser negociado, y las presiones para el ajuste son asimétricas. Evidentemente, Alemania no está bajo un alto nivel de presión para realizar cambios, sino que todas las presiones recaen sobre los países que están en dificultades. Son los países deudores quienes se ven obligados a realizar los ajustes, pero qué pueden hacer. No pueden ejercer controles sobre el comercio ni el capital, no pueden cambiar el nivel de intercambio de divisas, no pueden actuar sobre la política monetaria… y qué es lo que les queda: la austeridad doméstica, la devaluación interna, etc.
Esto implica que, a lo largo del tiempo, habrá una tendencia contraria al crecimiento en la zona euro. En vez de distribuir las presiones de forma simétrica, para que el decrecimiento en España se equilibre con la expansión en Alemania, lo único que hay es austeridad en los países periféricos o deudores. Esta es la razón por la que el crecimiento que podría haber existido no se ha dado, y lo que hace que el euro sea mucho menos atractivo en el exterior.
Es evidente que siempre será importante para los países en la periferia de Europa, como Suecia, Noruega, Islandia, y para algunos países del Mediterráneo que tienen Europa como su mayor partner comercial. Sin embargo, más allá de la zona de influencia europea, el euro tiene muy poco atractivo como consecuencia de esta predisposición en contra del crecimiento y de las debilidades de los sistemas de gobernanza.
En el pasado consideré y escribí acerca de la posibilidad de que el euro compitiese con el dólar en el Oriente Medio, pues aunque estos países reciben sus ingresos por el petróleo en dólares, sus mercados más importantes son europeos. En la actualidad, tengo mis dudas sobre la capacidad de influencia del euro incluso en esta área.
Tampoco creo que fracase, pues existe demasiado compromiso con su existencia como para permitir que la euro zona se descomponga. Últimamente hay muchos contenidos interesantes relacionados con la crisis griega. Se dice que, en conversaciones privadas, los gobiernos francés y alemán planteaban la posibilidad de una salida griega, pero finalmente prevaleció el compromiso para mantener la euro zona, entre otros motivos por el miedo a las consecuencias de la salida de uno o más países. La disrupción sería enorme.
Existe por tanto un compromiso para mantener al euro, pero no para mantenerlo bien gobernado y gestionado. Como consecuencia, el euro siempre será imperfecto, basado en compromisos insatisfactorios y poco atractivo en comparación con dólar o, potencialmente en el futuro, con la moneda china.
Además, como bien sabe, los miembros de la Unión Europea llevan cierto tiempo intentando negociar la creación de una unión bancaria, siendo el primer paso la concesión al Banco Central Europeo de la responsabilidad de la supervisión bancaria. Quedaba pendiente la cuestión de los seguros de depósitos y un mecanismo de resolución para bancos que se encuentren en dificultades. Por el momento, no hay ningún acuerdo sobre un sistema común de seguros de depósitos por las reticencias a la mutualización de los riesgos. Ni tampoco hay acuerdo alguno sobre el mecanismo de resolución, por la reticencia a la monitorización de riesgos. Como resultado, se ha creado un sistema que es una caricatura de la buena gobernanza, donde el proceso de toma de decisiones va de un lado a otro entre diferentes organismos, siendo muy difícil imaginar la capacidad de gestionar en un fin de semana la crisis de un banco que entre en problemas.
F.F.S.: En estos momentos, tenemos gobiernos faltos de capacidad de reacción frente a la gran velocidad de cambio a la que está sometida nuestro entorno empresarial. Los ejemplos que se plantean son múltiples: desde el tren de alta velocidad que se está instalando en California y que, una vez terminado, estará obsoleto frente a las tecnologías de transporte sin conductor…
B.C.: Permítame que dude de la mayor; pero no creo que este transporte de alta velocidad vaya a ser construido. Es un sueño del gobierno y no descarto que pueda ser una buena iniciativa, pero dudo de su viabilidad ya sea por el coste como por la oposición a la que se enfrenta. Quienes viven próximos al trazado utilizan esa expresión tan norteamericana de NIMBY (not in my back yard), que se podría traducir por “no delante de mi casa”.
Un proyecto de esta magnitud requiere de construcciones e intervenciones en áreas de alta densidad y, paradójicamente, nuestro sistema favorece a las personas que se oponen a este tipo de inversiones. Mientras que en países como China u otros de Europa, el gobierno puede obligar a la deslocalización de individuos en proyectos que tienen un interés general, en los Estados Unidos se ve frecuentemente atado de pies y manos ante estas situaciones; de hecho, se inclina a favor de quienes se resisten al cambio.
F.F.S.: Pero lo cierto es que la situación de las infraestructuras en los Estados Unidos no es positiva, y la capacidad de crecimiento y desarrollo un país sin una infraestructura a la altura de sus necesidades se ve muy limitada.
B.C.: Estoy totalmente de acuerdo. El último gran desarrollo de infraestructuras fue el sistema de autopistas interestatales de la Administración Eisenhower. El único camino que esta Administración tuvo para poder ponerlo en marcha y conseguir la aprobación del Congreso fue presentarlo como una medida de defensa nacional. Argumentaron que este sistema permitiría colocar los misiles intercontinentales en transportes que podrían desplazarse por el país, sin que la Unión Soviética tuviese posibilidad de tenerlos localizados (frente a la posibilidad de emplazamientos fijos). Irónicamente, lo que ocurrió es que se construyeron puentes y cruces elevados sobre estas autopistas sin altura suficiente para permitir el paso de estos misiles por debajo.
Tal argumentación fue sencillamente una argucia para conseguir que el Congreso aprobase la creación de la red de autopistas interestatales. En mi país todos reconocen que en Europa, en especial en España, y en otros países como China se ha invertido mucho en las conexiones ferroviarias de alta velocidad. Es más, todos somos conscientes de lo positivo que sería para los Estados Unidos tener una red de alta velocidad razonablemente desarrollada, pero las resistencias locales son tremendas.
Benjamin J. Cohen, catedrático Louis G. Lancaster de Economía Política Internacional en la Universidad de California-Santa Bárbara.
Entrevista publicada en Executive Excellence nº114 jul/ago14