Liderazgo responsable
Hay gente a la que le pasan cosas, y gente que hace que le pasen cosas. Bernard Shaw se atrevió a decir, incluso, que triunfa en el mundo quien se levanta y busca las circunstancias, y las crea si no las encuentra.
Crea condiciones para que pasen cosas. Ante la dificultad y zozobra que supone toda búsqueda, no es extraño que andemos a la caza de líderes que nos orienten y pongan fines a nuestra vida. Ese “ser sagrado” que se busca ya no es una simple ficción ni imaginación penosa de un hombre primitivo. Aunque no exista en la realidad, remiten a algo real. En momentos de crisis, tales seres nos ayudan a dar sentido.
Según los expertos, es la nuestra una época del management y nuestra sociedad una sociedad de organizaciones. De suerte que algunos llegan a afirmar que la salvación de los seres humanos ya no puede esperarse únicamente de la sociedad, como quería la tradición rousseauniana, ni tampoco del Estado, como pretendía el “socialismo real” de los países del Este, sino de la transformación de las organizaciones. No es extraño que en estas circunstancias se busque al líder porque ha venido a destacarse como el paladín de los más admirados valores, el ejemplo de las más envidiadas cualidades y los más codiciados resultados, sustituyendo al caballero andante de las gestas medievales, al burgués de la Revolución Industrial, al obrero revolucionario de la tradición socialista, a los héroes bélicos de nuestros relatos infantiles o al militante comprometido de la temprana juventud (recomiendo al respecto el análisis de Adela Cortina en Ética de la Empresa). De forma que en el clamor profundo de “se busca líder” anida el deseo de transformar las organizaciones en su conjunto por ver si se realiza el sueño de lograr una sociedad mejor y sacando, de paso, a la luz los valores cuyo olvido trajo la corrupción o, lo que es idéntico, la desmoralización, con la sospecha de que, cuando se pierde la moral, uno se desmoraliza.
Visto así, el directivo-líder se ha convertido en uno de los personajes más significativos de fin de siglo. No sólo por la importancia de las decisiones que debe tomar o por la capacidad de gestión que debe demostrar. El suyo es ya un liderazgo social y por ello se espera de él una conducta ejemplar. Esto significa que no debe comportarse como sabemos que nos comportamos todos; se espera que proceda como sabemos que deberíamos proceder nosotros. A la vez, cuanto más escépticos nos hemos vuelto con respecto a la conducta de otros líderes más lejanos –políticos y otros predicadores- más virtud esperamos de los que tenemos cerca.
Para dirigir bien ya no basta con saber administrar y gestionar bien. Es preciso comunicar eficazmente y ejercer un liderazgo integral. Se trata de un liderazgo responsable.
Al hablar de liderazgo, la diferencia entre uno bueno y otro malo está en los valores. Los valores definen siempre el modelo de persona y de sociedad. Estos, como las creencias y convicciones, no se tienen como si fuera algo de quita y pon. Son ellos los que nos sostienen y argumentan nuestra vida. Conviene revisarlos y saber cuál es nuestra conversación interior y cuáles son nuestros valores. Cuando no están claros, terminamos sin saber qué hacer con la propia vida y, en consecuencia, con las vidas que tocamos.
Al hablar de responsabilidad, el liderazgo apunta a varios tipos de responsabilidades: el líder es responsable ante sí mismo, ante su equipo o colaboradores más cercanos, ante su organización y ante la sociedad.
Todos los expertos en liderazgo nos recuerdan que el líder que asume el papel de liderar un equipo se responsabiliza de mantenerlo centrado en las tareas, supervisarlo, definir objetivos, en mantener abiertos canales adecuados de comunicación, clarificar expectativas, escuchar a las personas, alcanzar consensos o gestionar conflictos. Del mismo modo, debe ser un apoyo para otros líderes de la organización y, en conjunto, estar dispuesto a que su organización sepa devolver a la sociedad lo que esta te da.
Sin embargo, sospecho que lo que más se le está exigiendo a un líder es que sepa liderarse a sí mismo. Sin esta primera condición, las demás resultan muy difíciles. Erasmo de Rotterdam les aconsejaba a los príncipes que era necesario enfrentarse a los problemas con el dominio de sí mismo. Significa eso haber sabido elaborar experiencias vitales, y no vivir de experimentos. Propongo tomarse en serio y practicar la humildad y, desde ahí, reflexionar en torno a tres tareas fundamentales:
Aceptar la imperfección. La soberbia es contraria a un liderazgo responsable. Indica estrechez de miras, y en un albergue estrecho las ideas se comprimen. Puede indicar también una desmedida ambición que impide ver y asumir la propia indigencia. Tácito nos dice que para quienes ambicionan el poder no hay vía media entre la cumbre y el precipicio. No puede ser sano un tipo de liderazgo que frustre la gratificación del esfuerzo, sitúe a los subordinados en labores que no se corresponden con sus capacidades, no reconozca méritos o impida que se desarrollen sus habilidades.
Por pequeña que sea nuestra trayectoria, sabemos que lo correspondiente a la vida es el desarreglo, y aceptar ciertos desórdenes es condición para la serenidad. Quedan, pues, excluidos de la mejora en el liderazgo aquellos que se nieguen a convivir con el defecto. No aceptarlo equivale a una lela preferencia por el estancamiento, por la falta de luz, por la muerte sin más.
El estado de perfección es uno de los más directos causantes de la infelicidad humana. Quien quiera ser perfecto está preparando una trampa de la que jamás se libera. De modo que no está de más acostumbrarse a vivir con el conflicto. Sin conflicto, como sin crisis, no hay identidad ni sentido. No hay vida o escritura o argumento. Es más, sólo aquello que somos capaces de aceptar como amenaza lo podremos transformar. Por tanto, las crisis sirven para no perdernos, para ahondar, para superarnos, para practicar la humildad y para reconocer que hay caminos que no se pueden hacer en solitario. El líder responsable se sabe imperfecto y por eso cuenta con los otros y pone a las personas en el centro de la organización. No busca seguidores que le aplaudan, sino que crea líderes.
Se recomienda pacificarse uno a sí mismo y contar con los demás para superar la adversidad. El pez no se pelea con el agua. Va nadando en la diversidad de las corrientes.
Formación y aprendizaje. No sólo hay que adaptarse. Darwin sostenía que en momentos de crisis no sobreviven ni las especies más inteligentes ni las más capaces, sino las que saben adaptarse al cambio. Ahora se trata de dar un paso más: no sólo adaptarse sino promover e impulsar el cambio. Sin embargo, es uno el que tiene que cambiar para que sucedan cosas y no esperar que sucedan cosas para cambiar uno. La mejor manera de predecir el futuro es crearlo, y a eso sólo se llega si nos tomamos en serio nuestro aprendizaje.
Esta es una tarea complicada. El viejo Heráclito clamaba que todos llevamos dentro una inclinación a lo fácil. No está de moda hablar del esfuerzo. Pero es de vital importancia que quien asume algún tipo de liderazgo se tome en serio el hecho de estar siempre aprendiendo. Nada se hace espontáneamente. No se puede caer en el error de que cuando no haces nada no pasa nada. Ocurren cosas. De hecho, el cerebro no perdona que no se quiera aprender nada nuevo, por sencillo que sea. Hace falta aprender para vivir en paz. Sin aprendizaje, disminuyen determinados órganos cerebrales, como el hipocampo; se pierde la capacidad de explorar nuevas soluciones, se empequeñece el cuerpo social hasta arrugarse y perder su potencial de crecimiento. Y ocurre algo peor: lo que distingue al progreso del conocimiento humano del resto de los animales. No sólo se va perdiendo lo adquirido sino que, desde allí, se catapulta la innovación. No hay marcha atrás, insistiría un asombrado Punset. Es decisivo el impacto que produce la educación y el aprendizaje, así como el paisaje devastador que provoca el ensimismamiento sobre uno mismo y la inacción. No es sabio el que medita aislado del mundo, sino el que interacciona con él. El líder solo no va a ninguna parte.
Por otra parte, si no creamos nos aburrimos, nos deprimimos, porque cada uno debe encontrar su manera de despertar el genio que duerme en todos. A veces conviene no escuchar la voz del “saboteador interno”, en extremo prudente, que nos recuerda constantemente que ya está todo aprendido y que es mucho lo que se puede arriesgar y perder.
Espíritu de alerta permanente. Supone esto tener el coraje de salir de nuestra zona de confort, de nuestras emociones conocidas, donde tal vez exista una alucinación de seguridad pero donde no hay crecimiento. Estar alerta para no permitir que el talento quede aplastado por la mediocridad. A veces lo urgente es esperar. Pero desde ese estado de alerta el líder puede intuir si procede un reciclaje, una transformación o un cambio esencial.
Casi todas las personas son tan felices como deciden serlo. La tarea no es fácil. Lo que se pide a quien ejerce el liderazgo es mucho. Puede que todo comience con la decisión firme de querer serlo. Por mi parte recomiendo calma, curiosidad y espíritu de alerta permanente. Después de todo, quizá no sean estos malos tiempos para manifestar mi pretensión honesta.
Fructuoso de Castro de la Iglesia
Experto colaborador de la Fundación Luis Vives
Área de Calidad en la Gestión
Artículo publicado por Executive Excellence nº69 abr10