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Jefe: escúchame

(Tiempo estimado: 4 - 8 minutos)

No sabemos muy bien cómo, pero el hecho es que ahí estamos: metidos en un estilo de vida digamos complicadito: excesivas tensiones, mucha presión, demasiados frentes abiertos, innumerables fuegos que apagar, constantes tomas de decisiones, falta de tiempo, prisas, sobrecarga de estímulos que nos distraen de lo importante…

 

Así que no es extraño que en el estrépito de nuestra vida cotidiana, escuchar poco y mal se haya convertido en una epidemia. Una investigación del Departamento de Trabajo de EE.UU. indica que el 22% del tiempo que empleamos en el trabajo es para leer y escribir, el 23% para hablar pero solo el 5% lo empleamos en escuchar. 

El trabajo y la habilidad de escuchar

La escucha deficiente aparece en innumerables contextos profesionales, incluso en aquellos en los que, como el de la consulta médica, parece a todas luces imprescindible. Según los estudios de Beckman y Frankel, cuando los pacientes acuden a la consulta clínica, piensan en un promedio de cuatro preguntas, pero solo acaban formulando una o dos de ellas porque en seguida el médico les interrumpe. La primera interrupción tiene lugar, por término medio, ¡a los dieciocho segundos! Aún más: estos autores comprobaron que, en algunos casos, la primera interrupción del médico surgió a los cinco segundos y que solo el 20% de los pacientes pudo completar el relato de sus síntomas.

En las organizaciones, cuando los líderes no saben escuchar, la epidemia acaba afectando mortalmente a la motivación y a la eficiencia de todos los integrantes de un grupo o de una empresa. Veamos por qué.

Oír es un fenómeno físico que se limita a percibir vibraciones sonoras; escuchar, sin embargo, es algo muy diferente: cuando escuchamos, oímos con atención, comprendemos, damos sentido. Por eso la escucha tiene que ver con las palabras pero también con los gestos, con los silencios, e incluso con lo que no se dice. Quien escucha no solo se limita a percibir lo que expone su interlocutor sino que interpreta lo que este dice, y para ello intenta ir al fondo, descifrar lo que le está queriendo decir y lo que pretende realmente significar. Por eso, si no nos esforzamos en escuchar es muy posible que malinterpretemos lo que la otra persona quiere decirnos. Esta disfunción comunicativa, esta confusión, puede resultar crítica en las relaciones profesionales.

Los cuatro pasos de la escucha activa

¿Qué debemos hacer para escuchar activamente? Para empezar, hemos de partir de un convencimiento rotundo aunque en la práctica muy poco habitual: lo que nuestro interlocutor nos dice es tan importante como lo que queremos decirle a él. Dicho de otro modo, la información del otro es tan relevante y decisiva como la mía. Dado que ambas se condicionan, más vale que aprendamos a escuchar activamente. Y para ello, he aquí cuatro pasos que hay que practicar:

Predisponerse psicológicamente: hay que prepararse interiormente para escuchar. El acto de escuchar implica esfuerzo físico y mental. Debe realizarse como actividad exclusiva y principal, eliminando toda actividad paralela que pueda distraer la atención. Esto permitirá alcanzar un mayor nivel de concentración y, por tanto, de memorización y, además, será bien valorado por la otra persona.

Observar con toda atención al interlocutor: qué nos dice, qué nos quiere decir, qué quiere dar a entender. Hay que identificar no solo el contenido de lo que dice sino también sus objetivos e intenciones, hacer todo lo posible por captar sus sentimientos y lo que verdaderamente le preocupa.

Hacer entender a la otra persona que se la está escuchando, ya sea por medio de palabras (“entiendo”, “ya veo”, “es lógico”…), a través del paralenguaje (“umm”, “ajá”...) o mediante la comunicación no verbal (contacto visual, asentimientos, inclinación del cuerpo, etc.).

Verbalizar una breve síntesis que resuma los puntos principales de lo que hemos oído: “creo que quieres decirme que…”, “por lo que dices…”, “si no te he entendido mal…”. Esto demuestra al interlocutor que le hemos escuchado de verdad y facilita que pueda corregirnos en el caso de que no hayamos interpretado bien.

Escucharnos a nosotros mismos

Pese a lo que cabría pensar inicialmente, el problema no deriva tanto de que no escuchemos a los demás como de que ni siquiera somos capaces de escucharnos a nosotros mismos. Es duro reconocer que una de las competencias de las que los directivos carecen más frecuentemente es la que Daniel Goleman denomina “conciencia de uno mismo”. Sin embargo, esta resulta indispensable para poder evaluar las propias fortalezas y debilidades, determinar objetivos realistas y rodearse de un equipo de personas con cualidades complementarias.

Una queja frecuente que los empleados enuncian en nuestros programas de entrenamiento de inteligencia emocional es que sus jefes no les escuchan. Cuando entrenamos a los ejecutivos para que mejoren sus habilidades directivas, lo que suelen responder a esta queja es: “yo sí les escucho”. Por supuesto que sí; la cuestión es cómo y con qué frecuencia lo hacen. Porque el problema es que, a menos que la inteligencia social haya sido entrenada, la tendencia natural es fijar la atención en lo que uno considera importante para sí mismo y no tanto en la necesidad de ponerse en el lugar de nuestro interlocutor para poder comprender lo que verdaderamente pretende decirnos.

Desafortunadamente, una de las consecuencias del frenético flujo de distracciones al que nos aboca la precipitada vida moderna es, precisamente, la erosión de la capacidad de escucha en particular y de la empatía en general. La epidemia está servida.

La falta de empatía deshace los equipos

La falta de empatía es un ingrediente altamente tóxico para las relaciones sociales y resulta una pócima letal para las empresas cuando a ella se suma –como sucede con demasiada frecuencia– un alto deseo de realización por parte del directivo o una orientación desmedida hacia los objetivos. En esos casos, según ha demostrado Vanessa Druskat, profesora de Comportamiento Organizacional y Management de la New Hampshire, el nivel de desempeño del equipo se desmorona.

McClellan ya constató en los años setenta que una vez que la persona ha logrado un trabajo, su eficiencia ya no depende tanto de los resultados académicos que obtuvo en su momento, sino de competencias específicas como la empatía, la capacidad de comunicación, el autocontrol, la conciencia de uno mismo o la motivación al logro, que resultan mucho más determinantes.

Los directivos sobresalientes en estas competencias suelen propiciar climas laborales altamente energéticos y logran un alto desempeño de los equipos. Pero en el estudio Leadership 2030: The Six Megatrends You Need to Understand to Lead Your Company into the Future, Georg Vielmetter e Yvonne Sell han comprobado que solo el 18% de los ejecutivos alcanza un alto grado en ocho o más competencias emocionales; tres de cada cuatro crean climas negativos en los que los seguidores se sienten indiferentes o desmotivados; es más, la mitad de los directivos –y este es un dato estremecedor– puede considerarse como dirigente de bajo impacto.

Por otra parte, las competencias emocionales son precisamente el fundamento que sustenta los diferentes estilos de liderazgo; estos determinan el clima laboral que, a su vez, según un estudio de Hay Group, es el responsable del 30% de la eficiencia del desempeño comercial. Así que cuantas más competencias emocionales tiene un directivo, más estilos de liderazgo puede incorporar a su repertorio. Pero Goleman ha escrito en Focus que “menos del 10% es capaz de mostrar un elevado nivel de consciencia de sí mismo; en esos casos, los subordinados clasifican el clima como positivo en un 92% de los situaciones; sin embargo, cuando el nivel de competencias emocionales es bajo, el clima laboral solo es positivo en el 22% de los casos”. 

Por eso, en nuestros programas formativos de liderazgo e inteligencia emocional ayudamos a reorientar los pensamientos y las emociones de los ejecutivos, conscientes de que resultan radicalmente decisivos para desarrollar un estilo de liderazgo eficaz. Y solemos recordar estas reveladoras palabras de Gandhi: “Cuida tus pensamientos porque se volverán palabras. Cuida tus palabras porque se volverán actos. Cuida tus actos porque se volverán costumbres. Cuida tus costumbres porque se volverán carácter. Cuida tu carácter porque se volverá destino. Cuida tu destino porque se volverá vida”. Desde luego, nada de esto es sencillo pero es preciso remangarse con decisión y asumir la construcción de las habilidades emocionales del líder como una tarea irrenunciable que generará indiscutibles beneficios.


 

Lo que hay que evitar cuando se escucha:

  • No se distraiga. La curva de la atención se inicia en un punto alto, disminuye a medida que el mensaje avanza y vuelve a ascender hacia el final. Hay que tratar de combatir esta tendencia haciendo un esfuerzo especial con objeto de que nuestra atención no decaiga en el transcurso de la entrevista.
  • No interrumpa al otro mientras intenta explicarse: “Eso no tiene sentido…”.
  • No juzgue. Evite sobre todo dejarse arrastrar por los prejuicios y juzgar sobre cuestiones que no tienen que ver estrictamente con lo que le están comentando.
  • No ofrezca consejos o soluciones prematuras.
  • No rechace lo que le dicen estar sintiendo: “Esa preocupación que dices que tienes no es nada”.
  • No cuente “su historia” si no le piden que lo haga.
  • No contraargumente. Por ejemplo: le dicen “me siento mal” y usted responde: “En estos tiempos todo el mundo se siente mal, hasta los médicos”.
  • Evite el “síndrome del experto”: tener las respuestas al problema de la otra persona, antes incluso de que le haya contado la mitad, o adoptar una actitud paternalista: “Quizá pienses eso pero recuerda que…”, “Hay que verlo del siguiente modo…”.

 Arturo Merayo, socio director de Cícero Formación

Artículo publicado en Executive Excellence nº118 dic14.


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