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Adrian Wooldridge: la revolución necesaria

(Tiempo estimado: 9 - 17 minutos)

La Fundación Rafael del Pino organizó el pasado septiembre la conferencia magistral “La cuarta revolución. La carrera global para reinventar el Estado”, impartida por Adrian Wooldridge con motivo de la presentación de su último libro –de igual título–, escrito junto con John Micklethwait y publicado por la editorial Galaxia Gutenberg. Actualmente, Wooldridge es editor jefe y columnista de The Economist. 

FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Recientemente estuvimos con el profesor Robert Lawson, a quien usted conoce, que nos explicó los indicadores que habían desarrollado y que servían para incitar el índice de libertad económica de los países. Entre las enseñanzas Lawson y lo que usted expone en su libro hay grandes coincidencias. El profesor fue enfático en que cuanto más pequeño sea un gobierno –hasta cierto punto, evidentemente– mayor será el grado de libertad económica y, como consecuencia, una mayor distribución de la riqueza acompañada de mayor crecimiento. En Europa parece que vamos en dirección contraria, y así lo expone usted en su libro. ¿Hasta qué punto es importante la libertad económica?

ADRIAN WOOLDRIDGE: Lo que argumentamos es que tanto la izquierda como la derecha están equivocadas respecto del gobierno. La derecha sostiene que los gobiernos son costes sobre las empresas y que, como tales, debemos eliminarlos (o al menos reducirlos todo lo posible), ya que son un lastre que interfiere con los negocios. En el libro exponemos que no es exactamente el caso. Por otro lado, la izquierda defiende que el Estado es bueno en sí mismo, un instrumento de compasión que se ha de preservar tal y como existe hoy, pues forma parte de la sociedad civilizada. También argumentamos que este no es el caso.

Lo que intentamos razonar es que el Estado es potencialmente una fuente de ventajas competitivas y una parte integrante esencial de un sistema capitalista de éxito. Deberíamos preocuparnos menos de hacer el Estado lo más pequeño posible y más de hacerlo todo lo bueno que puede ser, reinventándolo a través de las nuevas tecnologías. Hay muchos países que tienen gobiernos pequeños y no son necesariamente países admirables ni tampoco entornos deseables para hacer negocios. Por ejemplo, países como Sudán, algunos de Oriente Medio o África, que tienen pequeños gobiernos disfuncionales. 

Por el contrario, hay otros que son relativamente grandes en relación a su Producto Interno Bruto, como puede ser Suecia, que a la vez es un ámbito favorable para el capitalismo. Finlandia o Dinamarca también tienen Estados grandes, sin que por ello deje de prosperar el capitalismo. El argumento de que hay que reducir el Estado para tener más libertad, manifestado por muchos conservadores libertarios (liberales) norteamericanos, no es necesariamente cierto. 

Mi inclinación es hacia Estados más pequeños en relación a su porcentaje de PIB . Creo que eso es positivo. Lo que se ha hecho en Hong Kong o Singapur en términos de reducción del Estado es bueno, pero no es lo esencial. Lo esencial es que el Estado sea gestionado adecuadamente, que sea eficiente y que provea de una serie de servicios necesarios.

F.F.S.: Los datos que recoge respecto de los diferenciales en la eficiencia a la hora de comparar el sector público y el privado son muy alarmantes. Es evidente que se puede aumentar la eficiencia del sector público, lo cual significaría una reducción del Estado para el mismo servicio. Repite varias veces en su libro que hay que reparar la maquinaria del Estado, pero ¿cómo? 

A.W.: Creemos que pensar en el Estado como algo inamovible e inmutable es equivocado. Este se ha reinventado en los últimos siglos y se han realizado alteraciones dramáticas que han cambiado su naturaleza. En la actualidad, estamos atravesando una cuarta revolución en aquello que tiene que ver con su organización. Este cambio comienza a ser observable, pues empieza a prestar mejores servicios y más eficientes, lo cual se basa en dos razones. 

Por un lado, estamos viviendo una revolución en la productividad del sector servicios equivalente, en términos de importancia, a la revolución que vivimos en el sector manufacturero del siglo XIX. La revolución industrial de entonces modificó las bases materiales de la sociedad. Ahora vivimos una revolución de la información que está transformando las bases de la información de la sociedad, lo cual tiene unas gravísimas implicaciones para el Estado, pues este tiende a concentrar las áreas donde los servicios son importantes: educación, sanidad...

Podemos mejorar de una forma absolutamente drástica el rendimiento por persona de quienes trabajan en el sector servicios. Por ejemplo, ahora se pueden dar excelentes conferencias y lecciones a través de Internet para muchísimas personas, lo cual genera un crecimiento exponencial de la productividad. Uno de los ejemplos más evidentes es Khan Academy, donde el señor Khan, amateur enseñante, descubre que tiene una genial capacidad de enseñar. Sus elecciones han sido vistas en Internet por millones de personas que las han utilizado para mejorar su conocimiento; un solo hombre dando clase a millones de personas gracias a la magia de Internet. 

La sanidad tiene capacidad de monitorizar la salud de las personas de una forma constante, gracias a sensores colocados en pacientes. Esto hace que el sistema sea mucho más productivo, al tiempo que cambia su naturaleza. En vez de ir al médico cuando estemos enfermos, el sistema nos alertará de que nuestra salud no está todo lo bien que debería, aunque todavía no hayas sentido síntoma alguno.

En segundo lugar, la base de cualquier Estado es su capacidad para defenderse: el ejército. Este ámbito siempre ha sido tremendamente intensivo en mano de obra. Antes el servicio militar era obligatorio; hoy la tendencia es una continua reducción de las personas implicadas. Eso sí, su capacidad se ha visto aumentada gracias a la tecnología (drones, robots…, de hecho, el ejército norteamericano tiene ya 15.000 robots en servicio). 

Estamos pasando de un entorno intensivo en recursos humanos a uno intensivo en tecnología. Vemos cómo en todas las áreas se está aumentando la productividad; el Estado ya se está reinventando, y estamos solo en el comienzo. En una década, las entidades públicas serán muy diferentes. El sector público está cambiando sus fundamentos.

F.F.S.: Una de las dificultades a las que se enfrenta el cambio es la lucha de la evidencia frente a la ideología, un conflicto que se alarga indebidamente. En España lo vivimos de una forma intensa, lo mismo que en Grecia o Italia. Hay corrientes ideológicas que niegan la evidencia, defendiendo utopías e incluso quimeras. La evidencia no tiene poder en ciertos círculos ideologizados. ¿Qué puede producir una revolución tecnológica y productiva en ellos?

A.W.: Existen personas que defienden el statu quo. Frente a cualquier intento de cambiar el Estado sostienen que en realidad lo que se produce es un ataque al Estado, que para ellos es una expresión de compasión y solidaridad social. Por lo tanto, cualquier intento de cambiarlo es malo. Diría que es una actitud de la izquierda absurda. Si realmente esta se preocupara del Estado, de la solidaridad y compasión, deberían entender que hey que cambiar, que es necesario reinventarlo para que continúe operando. Quizá tengamos que cuestionarnos si el Estado existe para proveer de empleo a los trabajadores del sector público o para dar servicios a quienes pagan impuestos. Para mí no hay duda de que existe para obtener una mayor eficiencia en los servicios.

De hecho, creo que se pueden dar mejores servicios, y a largo plazo, si no tenemos a personas viviendo en dos mundos diferentes: unos con teléfonos inteligentes que les permiten organizar su vida de forma eficiente, otros en un mundo anticuado de papel y bolígrafos. El Estado tiene que actualizarse con cambios tecnológicos, pues las expectativas de la población no van a parar de crecer, y necesita mejores servicios para satisfacerlas.

Incluso la izquierda, que presume de estatalista, tiene un mayor incentivo para que se modernice al Estado. En la actualidad hay una contradicción entre los intereses de los trabajadores del sector público y los de quienes pagan impuestos, los consumidores; pero, al final, aquellos son servidores públicos que no pueden ni deben resistirse a la innovación tecnológica, pues sería enfrentarse a las necesidades de la población. Por ello digo que es necesario reinventar el Estado para salvarlo.

F.F.S.: Una pregunta recurrente de la revista es el diferencial entre las velocidades del cambio tecnológico y el entorno político. Los procesos de decisiones democráticas no son capaces de responder en tiempo y forma a los retos de los tiempos que vivimos. No solo estamos en un momento de cambio acelerado, sino que esta velocidad continúa incrementándose, con lo cual necesitamos políticas capaces de mirar a largo plazo, algo difícil de imaginar en el actual cortoplacismo político. Además, en países como China, un entorno no democrático, vemos cómo se toman decisiones (en este caso medioambientales) con visión de muy largo plazo, cosa que no ocurre en los entornos de la OCDE. 

A.W.: Este libro es una defensa de la democracia y el liberalismo. No es un libro donde se defienda el autoritarismo chino. Decimos que tanto la democracia como el liberalismo son los mejores sistemas, pero la democracia tiene un potencial autodestructivo. El presidente americano John Adams decía que todas las democracias se han suicidado. No estamos de acuerdo con esa aseveración, pero sí pensamos que hay un riesgo si nos volvemos excesivamente cortoplacistas y autoindulgentes. Si nos preocupa la democracia, debemos intentar salvarla de sus debilidades, que son muchas en estos momentos. Tiene una tendencia hacia la auto-indulgencia, a votar gastos por un lado y reducciones de impuestos por el otro, a votar para que nos de cosas que “nos merecemos”, a invertir demasiado en las personas mayores –el pasado–, y no invertir proporcionalmente en el futuro. 

Hay mucha crítica sobre el capitalismo trimestral, como la manifestada por Hillary Clinton, acusando al capitalismo de demasiado cortoplacismo, ¡algo curioso viniendo de una política rica! Si observamos los últimos años, nos damos cuenta de que la democracia no lo ha hecho excesivamente bien. Los Estados Unidos no son capaces de aprobar un presupuesto, cuyo gobierno para con frecuencia; tenemos a personajes como Donald Trump haciendo declaraciones ofensivas y ridículas, mientras que sigue siendo el candidato principal de los republicanos… Vemos debilidades por todos lados. 

Un país que, en teoría, es el primero del mundo tiene, sobre todo en el noreste, unas infraestructuras terribles en carreteras y aeropuertos. Sin embargo, no debemos señalar solo a los Estados Unidos, ya que Europa adolece de la misma falta de inversión en infraestructuras a largo plazo. Tenemos una Unión Europea que se ha comprometido con el euro sin una votación democrática; que se basa en una moneda común y en la libre circulación de personas, pero que no ha tenido grandes resultados con el euro y ahora cuestiona la libertad de circulación; existe un Parlamento Europeo en el cual no se confía plenamente, y una situación en Bruselas que deja mucho que desear. 

Por otro lado, está el crecimiento de China que, a pesar de algunos baches recientes, ha pasado del 3% al 25% del PIB mundial. Ha creado de la nada un sistema universitario y uno de pensiones. Si vemos dónde estaba y dónde está, ha logrado unos resultados extraordinarios. En los países emergentes, la corriente actual resalta que los Estados Unidos son incapaces de aprobar su presupuesto, Europa no crece y China tiene aeropuertos, carreteras, universidades…, deseamos el modelo chino de modernización, más que una democracia. 

El argumento central de nuestro libro es que si queremos revivir la democracia tenemos que hacer que sea más disciplinada. Más disciplina en el gasto, menos promesas que no se pueden asumir y, sobre todo, una gestión mucho más rigurosa de los Estados. Para conseguirlo, son dos las cosas necesarias. En primer lugar, un conjunto de reglas que dicte que el Estado deje de gastar dinero que no tiene; que deje de prometer pensiones. Si hemos sido capaces de crear bancos centrales que eliminen la inflación, deberíamos crear comités de políticos independientes al margen del día a día y capaces de reflexionar junto con expertos para generar un sistema de pensiones mejor financiado, mejores reglas para evitar déficit continuos, etc. Como ejemplo ponemos a Suecia, que ha generado una normativa para equilibrar sus presupuestos a lo largo de los diferentes ciclos económicos, de manera que no genere grandes déficits, al tiempo que ha creado un sistema de pensiones bien financiado (no podemos olvidar que el sistema estaba en la bancarrota en los años 90). Los países escandinavos son una buena muestra de lo que podría denominarse política basada en reglas. 

En segundo lugar, creemos que se han de sustraer ciertas grandes decisiones de la arena política del día a día. Especialmente las relacionadas con temas como las pensiones, pues la tendencia de la democracia es darle dinero a los mayores generando una deuda para los jóvenes, lo cual impacta mucho en las generaciones futuras que no pueden votar. El peligro de tomar estas decisiones es que se dejen en manos de comités de hombres y mujeres “grises”. Esto ha de equilibrarse con una mayor devolución de poder a los niveles más bajos. Por eso estamos a favor de que los alcaldes puedan controlar sus presupuestos, etc. En resumen, por un lado, consolidar ciertos poderes al tiempo que otros, más locales, se devuelven a las personas.

Además, en casos como el de Cataluña o Escocia, es importante que los gobiernos estén más limitados. La tendencia de prometer en exceso tiene como consecuencia la desafección. Ante tal cantidad de promesas incumplidas, la sociedad reacciona con frustración. 

Resulta interesante comparar el nacionalismo escocés con Cataluña. El gobierno escocés tiene más poder del que ha tenido nunca, pero también mucha más insatisfacción. Escocia está ofreciendo un peor gobierno a sus ciudadanos. La educación y la salud han caído y, como decidieron dar formación universitaria de manera gratuita –y alguien tenía que financiarla, pues de lo contrario se deterioraría–, el resultado es que se está devaluando a toda velocidad. Como efecto de haber recibido más independencia, lo que esperamos es que los votantes les hagan responsables de este mal rendimiento y los echen. El problema es que puede culpar de sus males a Inglaterra, argumentando que si hubiesen recibido la independencia, todo habría ido de maravilla. En cualquier caso, que tenga más poder puede ser que les haga más responsables de lo que ocurra a medio largo plazo.

En Canadá, donde también existía un entorno independentista muy potente, se ha podido comprobar cómo ha sido negativo para su economía y en detrimento de muchas compañías, que tuvieron que abandonar Quebec por las dificultades y los impuestos. No creo que la devolución de poderes sea una solución para las personas. Eso sí, la percepción que se tiene de que los gobiernos son demasiado grandes y, por consiguiente, más complicado responsabilizarles, es una presunción razonable.

F.F.S.: En la obra hablan de un momento de “apatía discordante”. ¿A qué se refieren? 

A.W.: En el libro explicamos que lo que ocurre en nuestro entorno es una situación de “apatía discordante”. Por un lado, la gente está enfadada y exige el cambio (Syriza, Corbyn, Trump…), pero por otro, es apática intelectualmente. No se pregunta sobre cómo rediseñar el Estado en un entorno de tecnología, de innovación y también de austeridad. Es una combinación peculiar pues mientras se dice que esto está mal y ha de cambiar, a la vez no muestra interés en profundizar sobre cómo debería producirse ese cambio; eso sí, he de reconocer que se detectan señales positivas. 

Si bien es fácil deprimirse ante esta situación, y para ello solo hay que mirar hacia Grecia, también podemos observar lo ocurrido en los países nórdicos desde el principio de los años 90. Ellos han pasado de gobiernos cada vez más grandes e impuestos cada vez más altos, acompañados de aumento del déficit, a un sistema basado en reglas donde los niveles impositivos han bajado, el sector público se ha reducido y algunos derechos se han “suspendido”. 

Si observamos los últimos años de Reino Unido, incluso bajo el gobierno de coalición de David Cameron, comprobamos cómo se ha reducido el tamaño del servicio civil en más de un millón de personas, se está controlando el déficit y la mitad de las escuelas ha dejado de estar bajo el control de la autoridad local, confiriéndoles más autonomía. Es decir, se han producido cambios de forma silenciosa. 

En los Estados Unidos, el gobierno federal es un desastre, aunque empiezan a darse progresos a nivel local. No estoy “absolutamente carente de optimismo”, pues todo lo que se está promoviendo se basa en un cambio tecnológico y en un cambio moral, que está alterando creencias aceptadas en dirección a una mayor libertad.

F.F.S.: En este proceso, ¿cómo se armoniza la velocidad legislativa con el ritmo de cambio real? 

A.W.: La velocidad de la innovación tecnológica es apabullante. La forma en la cual están siendo reglamentadas industrias enteras es extraordinaria. Evidentemente, estamos obligados a hacer algo con los procesos regulatorios, pues si son lentos serán incapaces de mantener el paso del cambio. 

Tendemos a echar la culpa a la democracia, cuando el hecho es que estos procesos no solían ser tan lentos. En los años 30, las cosas se hacían mucho más deprisa, pero ahora, sobre todo en los Estados Unidos donde el poder de los grupos de interés es tremendo, todo va más despacio. La capacidad que existe hoy para poner trabas y obstáculos a los procesos es enorme, y no debería ser así. No es la esencia de la democracia de lo que hablamos, sino una serie de malas interpretaciones e implementaciones de la misma lo que hace que todo se produzca con más pausa. Debemos avanzar hacia procesos eficientes, rápidos y suaves. Vivimos un momento en el que la economía se vuelve más ágil y el proceso político legal cada vez más lento. 

En la expansión de la economía “just in time” o “Uber economy” se tiene la capacidad de crear mercados instantáneos y localizados en talento. Personas con coches capaces de hacer un trabajo y personas que los requieren son puestas en contacto muy fácilmente. Frente a ellos, tenemos entornos laborales regidos por leyes de 1938 y modelos de negocio basados en aspectos no contemplados legalmente.

F.F.S.: Ha mencionado Uber. Hay administraciones que lo permiten y otras lo persiguen. ¿Cómo se juzgan ambas posiciones? ¿Por qué pueden trabajar en Francia y no en España?

A.W.: Europa, en general, sigue votando a favor del statu quo. Si se intentan mantener las cosas como están, en el fondo se evita que sigan estando así al tiempo que se es incapaz de percibir el potencial de futuro. 

Para poder continuar como estamos, para poder preservar una vida civilizada –algo que Europa siempre lucha por preservar–, las cosas han de cambiar. Tenemos que enfrentarnos al potencial de la tecnología. A mí me encantaría un mundo donde Internet no compitiese con lo que escribo en The Economist y donde la gente no tuviese acceso a toda esta información, pero sería una locura decir que se prohíba. Hemos de continuar hacia delante con el potencial de la tecnología, algo que teme el sector del transporte. Las compañías de taxis no pueden frenar la evolución de un modelo de negocio cuya matriz ni siquiera es propietaria de los coches. No podemos obviar que en una década los coches serán autónomos y no necesitarán conductor. ¿Qué van a hacer los taxistas? ¿Prohibir los coches sin conductor? No se le puede poner puertas al campo. No se puede ser proteccionista. 

Para poder preservar hay que cambiar, para poder crear puestos de trabajo hay que dejar que puestos de trabajo se destruyan. El gran problema de Europa es que al defender la actual distribución de trabajo se están destruyendo las perspectivas de capacidad de creación de empleo a medio-largo plazo. Esto no quiere decir que no existan problemas significativos en el capitalismo moderno en términos de distribución de riqueza y de creación de nuevos trabajos, pero la forma menos adecuada e inteligente de enfrentarse a ellos es intentar que las cosas sigan como están.


Artículo publicado en Executive Excellence nº124 octubre 2015


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